Un borracho se baja de un taxi, su pantalón de lana, su camisa celeste y su corte de pelo gris cuestan todas las lágrimas de sus desempleados.
Apenas puede caminar, brinca sus cincuenta charcos y me mira con intento de sobriedad.
Lo detesto. Soy inmisericorde con el destiempo.
El destiempo es para los poetas. Ellos son los únicos que pueden emborracharse día de semana 10 am. Los poetas tienen el derecho al libre tránsito del alcohol y allá ellos si deciden enjuagarse los genitales del alma con anís El Muco para matar las pulgas y otras ocurrencias nefastas de esta ciudad que se tragó lo que le quedaba de bella y le cayó mal y anda por ahí brotada de bulevar de Catia entrándose a coñazos y Las Mercedes, sitio de paso.
Las Mercedes, brote infecto de hombre, perra hinchada de agua que pare ejecutivos descorbatados borrachos al desayuno que dan tumbos con bolsas plásticas llenas de mazorcas y arepas que irán, luego de un paso por el frío mármol, al basurero más opulento del planeta, intactas.