El esqueleto de afuera
Tal una introducción de cuervos negros en las fibras de su árbol interior, como dice Artaud, quien pareciera haberla impulsado hacia esas zonas del gran agujero carnal, el esqueleto de afuera, María Auxiliadora Álvarez fue elaborando su escritura de mujer expuesta a la vejación en unas cuartillas que atesoraba con excesivo celo o quizás con terror a ser sorprendida en su solitaria labor de desmantelamiento esencial, allí, todos los jueves, en las reuniones del taller de poesía del Centro Rómulo Gallegos, mirándonos con sus ojos de oveja espantada, mientras intentábamos la lectura colectiva de la poesía y nos arriesgábamos a descifrarla como el que se aventura a interpretar las constelaciones a la luz de la mirada y en la tiniebla cósmica.
Días después, la muchacha comenzó a sentir confianza. Comprendió que podía revelarnos su singular experiencia y se atrevió a leernos algunos de sus textos, enterrados en su carpeta, como si se desnudara ante nosotros, para mostrarnos las rajaduras interiores de su cuerpo. Quienes habíamos frecuentado la poesía de Antonin Artaud oíamos esos poemas con el mismo fervor que dispensamos al gran desollado, pero esta vez era una mujer la que lanzaba el grito, era una voz femenina la que ofrecía su esqueleto de afuera, su cuerpo de madre que babea artaudiano, su carne negra y roja, hablándonos de una abyección y de la respuesta a esa abyección, sirviéndose de ella contra su propia condición humana: María Auxiliadora Álvarez se proponía acusarse en tanto que objeto deseado, en tanto que animal abierto a la carnicería del parto. La pérdida de la conciencia de sí nunca había sido proferida en nuestra poesía con esa entonación jadeante, ese balbuceo de quien surge del dolor y la ignominia convertido en cosa, en cuerpo.
El libro de María Auxiliadora Álvarez es la forma de ese cuerpo abierto. La escritura imita y prolonga la desolladura que fue y es su vivencia. Cada frase suscita en nosotros la unión con lo amargo o lo irremediable, invitándonos a una convivencia en la sala blanca y aséptica, entre los algodones y las pinzas, el recital de amonestaciones sanitarias, en ese mudo espacio en donde yace la herida, la sangrienta. Sólo una escritura así pudo elegir María Auxiliadora Álvarez, una escritura que le hiciera sombra a su voz, que la prolongara sobre el blanco del texto como sobre un muro vacío para conformar su testimonio terrible, no del ser y su conciencia, sino de una materia sensible, del yo vulnerado por la agresión del nacimiento. Cuerpo es, entonces, una estructura poemática que anuncia, por el descoyuntamiento de las palabras y las imágenes, un contenido que calca esa quebradura semántica. Pocas veces la esencia y la forma de un libro han guardado en la poesía venezolana tanta correspondencia.
La muerte en la vida, esa oración artaudiana, la muerte moral, queremos decir, es, en definitiva, el hecho revelador de Cuerpo: el parto enfrenta al ser con su propia nada, conduce al anéantissement, a esa situación absurda que consiste en dar vida en la muerte, en destruirse y continuar palpitando en el otro. No sé por qué leyendo este libro pienso en la imagen de aquella dama china que George Bataille eligió para ilustrar uno de sus libros memorables, sometida a un suplicio atroz, cercenada en plena plaza pública, mientras la víctima transmutaba el dolor en placidez, en goce erótico-místico. Sólo que en María Auxiliadora Álvarez la placidez y el goce del suplicio se trastocan en iracundia y en sarcasmo, y su irreverencia reside en esa negación a aceptarse como criatura dadora de vida, como ser engendrador. Este es su enfrentamiento con el mundo. El poema surge de la degradación humana que es el espectáculo clínico vivido como hecho dantesco, avivado por una sucesión de imágenes crispadas, talladas sobre la carne, oídas como un gemido de bestia presta al sacrificio.
Me atrevo a sentenciar que la poesía femenina venezolana no había dado testimonio de semejante experiencia de los límites. No, en todo caso, mediante esta fuerza idiomática y esta vivencia.
Alguna vez su autora envió el libro a un concurso literario. Alguien censuró su escritura de palo seco. Adujo razones alegres, comunes a la manida retórica escolar, para descalificar justamente su calidad sustancial: la de proponer una poesía que se niega a si misma, que la enjuicia desde sus propias raíces y desoye los dictámenes de la sacrosanta retórica seudosurrealista, los nomeolvides del fatigoso esteticismo, dándole preferencia a la voz, al habla coloquial que sometida a una forma poemática deliberadamente caótica consigue elevar a belleza lo insoportable, fundando una estética de lo áspero, de lo indecible. Seguirán, tal vez, predominando en la poesía venezolana que institucionalizan algunos concursos literarios el verbalismo fácil, el fantasmón del surrealista y la imaginería de poca monta, pero el libro de María Auxiliadora Álvarez ocupará estoy seguro- un lugar de excepción entre las más destacadas voces de la novísima poesía nacional. Sin proponérselo, su autora ha abierto esa ruta renovadora: ella buscaba apenas expresar un estado de alma artaudiano exponiendo su cuerpo en el poema sin que la escritura alterara ese vínculo con lo único que para ella era y es voz humana: el grito.
La experiencia de la maternidad se tradujo en María Auxiliadora Álvarez en diario de reclusa y de condenada a ser cuerpo. La escritura de su libro es la carnadura de esa agonía y de esa insurgencia. Lo antipoético una frase a menudo usada de comodín para justificar tanta chatura creadora, tanta pobreza expresiva- no había sido comunicado con tal alta intensidad como en este libro. Para desescribir la poesía exige un conocimiento detenido del lenguaje poético. Sé, porque conozco sus lecturas, de la atención que María Auxiliadora Álvarez presta a la poesía contemporánea, especialmente a la nueva poesía brasileña. Esta referencia y una sorprendente intuición y una ciega fidelidad a sí misma, contribuyeron ciertamente a convertir su terrible vivencia en poesía, una poesía única entre nosotros.