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First-Person Shooter

Un disparo-un muerto

Estoy a tres mil seiscientos kilómetros de mi casa, es domingo en la noche y, maldita sea, mañana tengo que viajar nueve horas con cincuenta personas en un carro minúsculo, a un pueblo en la alta meseta de San Luis Potosí donde vive la gente que Dios no desea. Afuera llueve y la sola idea de mojarme con el agua que derrite estatuas me da grima, asco, lástima. ¿Alternativas? Adentro es la Segunda Guerra Mundial, estoy en Stalingrado, seis balas y en inferioridad numérica, pero orgulloso de luchar por Madre Rusia. 

Me coloco detrás de un muro frente a la fábrica de tanques, agachado. Un rápido tecleo me permite determinar la situación: una MG-42 en la ventana derecha, una trinchera del lado izquierdo con dos soldados. Le doy la espalda al muro, una lluvia de balas impide que el resto del pelotón llegue a dónde estoy. Uno de los soldados se aventura y vuelan detritos a mi alrededor, lo liquidan en el acto. La inteligencia artificial de Call of Duty es buena, pero no lo suficiente. Al salir el segundo soldado, suelto la C y giro, uno, dos, tres disparos, ¡clink! salta el cartucho y silencio. Nieva. Aparecen las nuevas órdenes del camarada capitán. Brinco sobre el muro y corro a la trinchera a cambiar el rifle por una  MP-40 o, si tengo suerte, un rifle alemán con mira telescópica. Afuera sigue lloviendo sobre la Ciudad de México.
 

Soy una piedra, no me muevo

Finales de Diciembre de 2.002. Como yo sí trabajaba, no disfruté tanto los dos meses de vacaciones del paro. Las noches eran la peor parte. Nada que beber. La tele era más que nunca una vitrina de disociación: películas, series hechas por gente que no sabe la suerte que tiene, y en nuestros canales, cualquiera de nuestros canales, un desfile de ineptos asombrosamente incapaces de limitarse a los hechos. Fue duro hasta que vi la luz: Delta Force: Black Hawk Down. De allí en adelante tomé participación activa en los esfuerzos internacionales para la democratización y el respeto a los derechos humanos en los países Africanos. Es decir, todas las noches me caía a tiros con veinte o treinta desconocidos en alguna parte deshabitada de Mogadiscio. 

Afortunadamente para entonces el gobierno todavía no había comprado la CANTV y no pudieron cortarnos la banda ancha a todos los oligarcas/terroristas que buscamos prosperar sincera y egoístamente. Así que, luego de "retirarme a mis aposentos", encendía el televisor y la máquina, y me conectaba para mis cuatro horas de terapia. Ubicaba un punto aventajado, lejos de los helicópteros y esperaba… esperaba… miraba un rato televisión, chateaba con otros caza-güiro, cinco, diez, veinticinco minutos... ¡whip! El tiro perfecto que redimía toda esa impotencia que induce el "país político" cuando berrea idioteces en cadenas privadas y públicas. En ese paisaje de techos bajos y callejuelas, los únicos ineptos cuya existencia toleraba eran aquellos que osaban atravesar la mira de mi PSG1 para morir de una bala santa, indolora.
 

La venganza es buena, sobre todo cuando cura

Hace años jugábamos Duke Nukem todas las tardes en la oficina. Es una verdad científica que los empleados necesitan matar a sus jefes con cierta regularidad, es por eso que las empresas hacen torneos deportivos. Nosotros éramos más sinceros. La furia y el vicio con el que se jugaba en esos congestionados niveles literalmente cauterizaba (vía RPG) las heridas de creadas por nuestras diferencias.

Así como estas, he escuchado decenas de historias desde principios de los 90s, cuando intercambiaba la ubicación de cuartos secretos en Wolfenstein3D. Desde la novia que era fanática de DOOM y me enseñó entre otras cosas que la única forma de jugarlo era sin luces y con audífonos, hasta los quinceañeros que pasaron todas las tardes de su preadolescencia jugando Counter Strike.

¿Que este tipo de juegos fomentan la violencia y banalizan el valor de una vida? Claro, seguro esos muchachos de Columbine serían ahora unos estudiantes aplicadísimos. Personalmente creo que nos mantiene a los antropofóbicos, a los asesinos de centro comercial, a raya, permitiéndonos liquidar a toda la raza humana una y otra vez sin sufrir las consecuencias. No hablo de la ley ni la culpa por supuesto, sino de la muerte que evitamos gracias a ese avanzado concepto que es el respawning, la capacidad cuasi-divina de reaparecer diez segundos después de ser aniquilados.

A pesar de haber acabado en diez años con casi todas las variedades de diversión electrónica, los juegos de primera persona nos han regalado una oportunidad única: decenas de millones de niños y jóvenes saben calcular, al menos en simulación, cuándo coincide la carrera de un blanco con la trayectoria de la bala. Espero que en el próximo giro de tuerca, cuando llegue la verdadera revolución del amor, ellos apliquen lo aprendido y las estructuras de poder nunca se enteren qué fue lo que pasó, en dónde se equivocaron.


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