La voz espera sola de pie sobre su alma
calmar la sed, rodar en multitud
llenar el mundo, bajar
a los barrancos de la noche;
hacerse inmensamente piel
inmensamente grito
estampido de la inmensidad
en el embalse de las precipitaciones.
La voz espera sola de pie sobre su alma
avanzar en el bosque del recuerdo
en la prolongación de la huella
sorber la longitud,
sembrar de transcursos, de almas florecidas y fragantes
los espacios de luz bajo un verde sosegado de luciérnagas,
con el conjuro del cielo destilado
por donde salen sin temor las palabras que no han muerto
y los mendigos del crepúsculo
vagan en inconmensurable éxodo
con sus chaquetas vencidas por el paso del domingo
buscando caridad en los portales que calan la penumbra.
La voz espera sola de pie sobre su alma
regando en los contornos de la perpetuidad
la rosa del día con sus pétalos de luz
abriendo el abanico de los labios,
el impulso de los ojos hacia la ventana de la tarde
en que la dama de todos los retratos
pasea los cachorros del amor
por la vereda azul del agua de los tiempos.
La voz espera sola de pie sobre su alma
estremecerse sin mentir, librar
el timbre atesorado en el bargueño de su soledad,
en el corazón de los relojes,
en el derecho de habitar de nuevo
los ríos caudalosos de las viejas tertulias,
de hurgar en los arcones repletos de galápagos
anudando la lentitud en el andar de la palabra predicha
en los tranquilos aposentos de la anuencia.
La voz espera sola de pie sobre su alma,
abrir el corazón al murmullo de los árboles
cantándole al compás de los balcones,
desplegados fantasmas de cortinas blancas
que ondulan con la brisa que preludia el otoño;
con un timbre imprevisto, con la solemnidad
del evangelio y de las preces cayendo en el presagio:
agrietada visión por el ojo del destino.
La voz espera sola de pie sobre su alma
la plaza boquiabierta que reciba sus palomas
en la fuente amena y rigurosa injertada a un chorro de esperanza,
a la intemperie de la estatua con el índice roto
que señala el derrotero por donde parte la calle sin la sonrisa
con el lejano fulgor de las vitrinas del verano
atadas a sus playas de soles implacables.
La voz espera sola de pie sobre su alma
presionar el botón que encienda la jornada,
espantar los restos de las murmuraciones
y avistar el silencio dormido en la cuna de la aurora.
Espera la voz, espera siempre
ahuyentar el desastre de todos los destierros,
encontrar lo que queda de la diástole
lo que cae sin ser visto desde las estrellas
hundir su brazo de de jaspe en el estanque de las horas
dragar los impulsos de las evocaciones
pero en la elipsis
el destiempo no tiene piedad de los que sufren
las ramas de los ojos se descuelgan
por el frontispicio de las hojas
y una mano de aposentos vacíos
se desangra…