Reflexionar sobre la muerte genera conflicto íntimo y externo. En principio hacer consideración sobre algo que no ocurre mientras se escriben éstas líneas resulta complejo. Después es un tema rehuido por todos: poco atractivo. Luego, las explicaciones encontradas han originado tendencias filósofas y religiosas que no resultan atractivas para ésta disertación.
Nadie sabe con exactitud lo que sucede una vez que hay un cese de vida. Como evidencia física se ve una parálisis evidente de las fuerzas corporales y por ende de la mente. Se detiene el proceso vital y sigue un inmenso silencio: una exhaustiva y profunda inacción. Esa interrupción es lo que genera inquietud, sorpresa y cuestionamiento: brotan preguntas, dudas y temores que son las que originan la necesidad de respuesta.
He comprendido que de la plenitud de la experiencia vital y su excelsa vivencia en lo concreto y palpable (y por eso cotidiano) se esconde otra cara: la muerte. Hasta ahora no se ha encontrado ninguna circunstancia que no tenga su componente exacto y absolutamente contrario. Un estilo vital intenso conduce a interrogarse sobre la muerte.
Por otro lado, existimos en un mundo de recurrente extinción. Quizás sea lo único real que existe. Con fecha y hora. Y aún cuando se ignore, está tan presente, como la vida misma. Y quizás esta curiosidad conduzca por diferentes caminos a todo el que intente verla de frente.
En esencia hay una lucha contra ella porque siempre persiste una búsqueda de la eternidad a través de elixires que alejen el momento mortal y permita espacios de disfrute eterno. Pero al mismo tiempo la humanidad está en recurrente duelo mortal con guerras de exterminio masivo, acciones bélicas, delitos y múltiples matanzas sin explicación válida plausible.
Lo inquietante de la muerte, a modo personal, sería escudriñar sobre lo que ocurre después de ella. ¿El fallecimiento sería lo contrario “exacto” de la vida? Si partiéramos de esta premisa entonces la muerte sería parálisis, silencio, no-escribir: la nada y lo absoluto que es ella misma. Sin embargo, ¿cómo podría saberse sobre la muerte si se está en vida? ¿es imposible? No está dado albergar la comprobación de la muerte mientras palpita el corazón en vida. Se dificulta en “… un hombre, tras haberse desprendido de espejismos y terrores, avanza[r] tan lejos que no se puede concebir una posibilidad de ir más lejos”. (Bataille, G. [1.989]. La experiencia interior, Madrid: Taurus, p. 47) Sondear el punto “más allá de lo posible” sería andar ya en el propio espacio de muerte. No puedo tantearla a plenitud. Ella es sólo eso: extinción.
Ahora bien, cuando un grito atronador se cuela entre las mandíbulas cerradas, la garganta se atasca por el llanto, se percibe el sin sentido de la existencia y hay ausencia total del otro se está en presencia de una experiencia vacío que tiñe de inexistente todo lo que rodea. Y en ese tormento la pregunta ¿así será la muerte? es atinada. La práctica solitaria o el no-hacer es un estilo de muerte. Se continúa andando pero sin la vivencia de crecimiento que se regodea en lo vivo. Es vacío. Nada.
Entonces cabría el atajo: estando en vida ¿se puede estar muerta (o)? Pienso que sí. Hay muchas formas de manifestación externa que nada tienen que ver con el principio de crecimiento constante que es, para mí, la vida.
De cierto es que esta exposición no hará que la evite en su momento y mucho menos preparará mi persona para ese tris. Tiene la tendencia a ser sorpresiva e inesperada, un simple tropiezo, una cabriola al aire y una caída al abismo. Nadie la busca (salvo los suicidas en sus diferentes grados) pero todos la encuentran. En la voz de ellos la invitación sería a olvidar tema tan espinoso y mirar las montañas repletas de vida y la playa con su inquietante palpitar. Pero persiste la curiosidad morbosa de reflexionar sobre su presencia entre nosotros: lo más inquietante es que está misteriosa y sigilosamente cerca. Y es tan protagónica como la vida. Sorprenden las excusas que se dan ante ella, se cierran puertas y hay ausencia ante su saludo cortés. Se rechaza de una y siempre la idea de dejar de existir. Pero claro, estar vivo es tan delicioso: y tormentoso… atestado de sensaciones que ni siquiera se pueden comprender y mucho menos vivirse a plenitud. Por supuesto, no alcanza la vida para todo lo que se desea hacer y la muerte interfiere en esos planes. Por eso sigue presentándose. Lo otro temible de ella es que se manifiesta dentro del mismo proceso vital. Convirtiendo a ambas en un sólo proceso contínuo. Muere una parte de alguien después de un divorcio o separación. O cuando jamás se vuelve a quien se era: hay fin de una parte del ser y renace una nueva personalidad. Cuando fracasamos en un proyecto y se inventa algo nuevo para sustituir al que falló. ¿No muere una parte de quien se creía que era y que después no se fue? También hay final cuando se asume una posición de vida contraria a lo cotidiano; cuando se deja la rueda estresante de una sociedad llena de exagerada actividad. Al alejarse de esa vorágine y no pertenecer a ella una parte de lo social cree muerto al no participante y este desaparece, a su vez, al no entregarse a algo en lo que no cree. Muerte igual a no presencia. Por otro lado cuando se escoge una forma de vida renuente a las condiciones “normales” como ocurre con los indigentes quienes presentan un espacio de vacío: la ausencia de fuerza vital o el rechazo de las formas típicas de limpieza y total plenitud implica una muerte a esa forma de existir. Ellos a medio morir para los que llevan una existencia diferente. Y viceversa. El hado al que no se quiere mirar nos observa con sencilla audacia. Se manifiesta por doquier disfrazándose de vida. Una miserable y a medias escondida. Sin plenitud.
Hace años vi una película en la televisión por cable que se llamaba Azul profundo. Engañoso el título y las imágenes de paisajes hermosos con la aparición de bellos delfines. En la trama se mira a un extraño personaje con capacidad para soportar largos períodos de tiempo sumergido bajo la superficie del mar. Esto le permite ganar muchas competencias y relacionarse de forma cercana con el atrayente animal. Al final cuando gana la última y más complicada de las pruebas y con un cuerpo manifestando la gravedad de su actividad física decide ir de nuevo al fondo, contra la opinión de su esposa embarazada y en medio de la más oscura noche. Así es que cuando llega nuevamente a la marca alcanzada, escucha “casualmente” el canto de estos animales invitándolo a estar con ellos, en más abismo. De este modo se observa la imagen de su rostro dudando entre volver a subir o ir en pos de ese bello sonido. Tranquilamente se suelta de la marca que le permitiría subir a la superficie, se ve flotando inconsistente y dejándose envolver por la oscura profundidad de ese azul abismal. De seguidas las líneas de reparto. A pesar del tiempo, el sabor amargo que dejó la película y la sensación de irrealidad, hoy mientras escribo estas líneas, veo las imágenes de tan extraño film (en mi mente) como un resonar de las voces que sedujeron al inmersionista a hundirse y dejarse absorber en las aguas de ese azul; sin optar por la experiencia cotidiana que le ofrecía una vida “corriente”. ¿Es así de seductora la guadaña que invita algunos a soltarse de lo que lo mantiene unido a tierra? ¿Esa decisión fue un suicidió? Aún no estoy segura de eso. ¿Es cuestionable el deseo de ser absorbido por la curiosidad del más allá? ¿La muerte es perderse en lo desconocido de la experiencia vital que se ama en demasía? Fue tan estremecedor verlo, aquel día, como comentarlo hoy. Pero si la muerte nos observa y es medianamente cavilosa ¿no utilizaría cualquier arma válida para convencer a las personas que es ventajoso optar por ella? Y en virtud de esto ¿no sabría lo conveniente y exacto para persuadir a cualquiera que es mejor aceptar su invitación que permanecer de este lado? ¿Y no sería una severa estafa que le vendan a alguien cantos de delfines y luego regalen la absoluta nada? Para mí, un vil engaño. Y ¿perderse en un sonido que sólo él escuchaba no sería su mayor anhelo y lo que le daría felicidad absoluta si se quedaba para siempre? ¿Existe el “para siempre” con la muerte? Seguro que si. No hay nada más permanente.
Quizás no sea tan preocupante lo que ocurra después porque ¿se estará realmente consciente de eso? Hay teorías que señalan que si, pero son sólo eso. Pero lo atrayente del ofrecimiento de la muerte y en lo que la vida es muy pragmática, esquiva y seca es en la posibilidad de abrazar el todo en lo absoluto y además quedarse allí. La vida lo regala a medias, en contadas ocasiones y su gusto deja ansia: anhelo de totalidad.
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