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Crónicas Femeninas

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I
“Libre”, esa fue la respuesta cuando preguntaron mi estado civil. Confesaré que adoro a las mujeres y sin ellas mi vida sería menos que imposible. Lamentablemente no coincido con la idea de permanecer juntos para lo eterno. Aún así, tengo la obligación de contarles sobre ellas… Por lo menos lo de esta última semana.
Fue una semana loca para mí.

El lunes conocí a Karen. Ella es la mujer más hermosa que he conocido en Veracruz. Tenía esa gravedad que supo captar Salma Hayek en «Del Crepúsculo al amanecer», con ese aspecto de bailarina dispuesta a provocar una fiebre alta y de aprestarse al abrazo cachondo de una serpiente. No quiero decir que fuera dura: era dulcísima Karen. Pero su determinación me daba un poco de miedo. Como esas veces que uno conoce a una mujer en una fiesta y le habla y le habla de lo macho que es uno, hasta que ella logra meter tres palabras y uno piensa ¿pero cómo? ¿es inteligente? Y pasa el resto de la noche intentando decirle con gestos que por favor lo perdone y le enseñe a vivir. Karen me hacía sentir que yo tenía alma, o por lo menos vergüenza. El martes en su departamento la invité a una tocada. Me dijo: amigo mío, recuerdo las fiestas de mi adolescencia; pero ahora deseo crecer y formar un hogar. ¿No te he ofendido? Preguntó. No me había ofendido, pero me mareó un poco. Y en efecto, se casó a los tres días con un Ingeniero con postgrado. La última vez juntos –ese mismo martes- me dijo: es bueno Fernando, tener un confidente como tú. Luego bajó los ojos y murmuró: no lo amo. Y mirándome: pero lo estimo. Yo pensé tumbarla en el sillón y tirármela de una buena vez, pero Karen me acompañó a la puerta y no la vi más. Entonces decidí que tener alma no era lo mío… como tampoco vergüenza.

Miércoles. Ese día tuve noticias de David. David Portales me privó de una mujer, y lo quiero a pesar de eso. Se casó con Marcela; tuvieron una hija y me nombraron padrino. Fue tristísimo. Pero yo quería ser amigo de David (es decir, quería impresionar a Marcela con mi generosidad para que dejara a David y volviera conmigo, un plan ingenuo que esperaba su oportunidad) y lo invité a pasear el jueves. David es historiador, una eminencia en el país; también es culto y atento; por lo demás, es una especie de idiota. Una vez Marcela le pidió que vigilara una olla con pasta; cincuenta minutos después, seguía «vigilando» los espaguetis carbonizados. El hecho es que salimos y David me habló de Foucault y yo hablé de mujeres y nadie habló del alma –mucho menos de la vergüenza- y todo iba bien hasta que David (que manejaba el auto) se desvió del camino. ¿No íbamos al cine, David? “No” contestó. Empecé a verle esa cara decidida que me asustaba en Karen. Pensé: este cabrón se dio cuenta de que todavía me interesa su mujer. Y como el hijo de puta me tiene cariño, va a hacer alguna cosa de intelectuales, como estrellar el auto contra un poste para que nos matemos como hermanos. Estaba por ponerme a rezar cuando David frenó. Vi la vergüenza en su cara. Era un Oxxo. “En tiempos de urgencia soñamos tanto con esto…», me explicó antes de invitarme una cerveza.

Viernes por la noche. A la tercera mujer de esta semana la conocí en el hospital “Juan Graham”. Nada que ver con las otras: ni culta ni inteligente, apenas le daba una mueca a su cara. Una mujer estilo amante de mafioso: voz quejosa, botas forradas de peluche. Le molestaba verme atravesar la habitación para visitar a mi primo en la otra cama. Pero estábamos demasiado contentos para detestarle. Quise hacer alarde de cortejo preguntándole si podía acompañarla -extendiéndole mi mano con delicadeza- y la muy cínica me dijo que me marchará. Sentí vergüenza que una enfermera con botas de peluche no tuviese alma para con un gesto galanteador. Mi fantasía se vio cortada de tajo mientras mi primo reía en la cama. “Perdiste” me dijo con tono sarcástico. Ahora debo pagarle trescientos pesos por apostar a que podía seducir a la tal Irene… ¡claro! por lo menos supe el nombre.

II

Ella compró la serie en DVD. Así que el fin de semana terminamos de ver Sex and the city: la primera temporada en su departamento. Y al final, empecé a despotricar porqué gastó dinero en estupideces y dije que además de mal actuada, mal dirigida y con una música para vomitar esa serie muestra actitudes propias de chicas de quince años (casi, casi como las de la bulimia-novela Rebelde), no de supuestas treintañeras sofisticadas de Nueva York; un error clarísimo, las tipas discuten si hay que entregar o no el culo y qué forma de seducción se lleva este invierno y qué habrá querido decir su novio con aquella mirada; es decir, charla de dormitorio y de colegio; hasta que mi novia me hace shhh, me acaricia la frente, me pide que respire hondo y me dice: ¿no ves que ésa es la idea? ¡Carajo! Le respondo. Es como la revista Cosmopolitan, que está llena de señoras pero la compran las nenas. Es como la ropa para gordos, que se publicita con modelos flacos. Son productos adaptados a la imagen ideal que cada uno tiene de sí mismo. Las quinceañeras, por supuesto, no quieren verse como tales sino como adultas, sin por eso dejar de pensar y de portarse como quinceañeras. Lo interesante es que esa utopía va camino de realizarse: muchas de esas chicas llegarán, en efecto, a los treinta años sin haber crecido. No es una buena noticia. La sociedad compleja y sofisticada en la que viven los personajes de Sex and the city jamás se habría podido construir si esa mentalidad infantil fuera la regla; al mismo tiempo, esa sociedad fomenta el infantilismo en la edad adulta y más allá… simplemente algo paradójico e incongruente. Al final termina por mandar al diablo mis argumentos filosóficos junto conmigo. También dice que no quiere compartir cama y si puedo irme temprano mucho que mejor, eso sí, puedo tomar un poco de leche pero sin tocar el cereal alto en fibra que consume ella; lo más curioso es que antes de cerrar los ojos me recrimina: Fernando, que infantil eres.

III

Como siempre que mi novia demuestra ser más inteligente que yo, me paso la semana en un estado oscilante entre la melancolía y la ansiedad. Dos necesidades me urgen: comprarle un regalo para que no me deje y descubrir, por mí mismo, ejemplos de productos que simulan dirigirse a un público y en realidad se dirigen a otro. No llego muy lejos. Es decir: se me ocurre que la democracia se dirige a ciudadanos y en realidad es consumida por clientes, pero todo esto es muy abstracto y de todas formas son las seis y media y todavía no encuentro un regalo para mi novia, así que después de rebotar en varias tiendas de ropa me meto en una librería. Encuentro desde novelas de Corín Tellado, hasta tratados ultra feministas de Angie Ketzller. Toda la sapiensal doctrina femenil coronado por un CD de Paquita la del barrio. A mi novia, al final, le compré una caja de chocolates.

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