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Es Miranda, mi amor!

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Quiero saber porqué finjo, te pregunto por qué finjo y no sabés qué contestarme porque claro de seguro te mareé… con mi acento estropeado, te cansé con escenas de cama y aunque trato nunca puedo interpre… tar mi papel!
La capacidad de entregarse al visionado de una película sin prejuicios, reservas, recelo y suspicacia siempre resulta imposible cuando se trata de una película nacional. El esfuerzo siempre será inútil. ¿Terrible caso de inmadurez (de mi parte)? Puede ser, sin embargo durante cierta escena clave de la película “Francisco de Miranda”, este planteamiento se confirma. Risitas y carcajadas, bocas abiertas y gestos de extrañeza, dedos apuntando hacia la pantalla: mira, mira Chataing, sí sí chica sí es Tarek, ay miren al Genatios pues, ajá y está también Rotundo, el de Circuito Gran Cine. Valga decir que gracias al volumen de comentarios y risas entrecortadas fue imposible escuchar diálogo alguno de dicha escena. Es que claro, no es para menos. No soy la única inmadura o el maltrecho resultado de la intención es evidente. Nadie logra desligar a esos personajes de sus contextos, aún y cuando sea esta su función dentro del significado “histórico” de la recreación, lo que convierte a la película en un chistoso garabato de nuestra contemporaneidad tropical o para no ser tan rebuscados, en un bochinche pues, en palabras del propio Miranda.

En un momento de recapitulación histórica, de añoranza bolivariana, de ciego afán reivindicador heroico, comienzan a aparecer estas licencias grandilocuentes pero a la vez débiles y vulnerables, justamente débiles y vulnerables al recelo y a la suspicacia. Un Miranda humanizado y ridiculizado al mismo tiempo en su faceta de casanova. Humanizado, en tanto se aleja de la solemnidad acartonada que se le adscribe siempre a estos personajes “históricamente importantes” y ridiculizado en el sonido de unas tijeras que se escucha a cada momento. Un Miranda visionario y al mismo tiempo fracasado por sus ideales. Visión e ideales que limitadamente están esbozados en unos diálogos noveleros deficientes y colmados de lugares comunes. Apenas un “Robespierre está sembrando el terror” o “la historia se encargará de otorgar méritos a quién lo merece” para señalar lo dicho.

El casting de Revista Eme, causa los primeros estragos. Las pobres actuaciones le siguen. La ridícula asignación de los papeles remata. La calamidad de los acentos es fulminante: el olvido de los mismos de una línea a otra, a ratos el espanglish, a ratos el espanfranchute, a ratos ciudadanos americanos mal hablando entre sí español (por qué demonios si son americanos hablan español entre ellos), etc, etc, etc. Por otro lado, el uso inconstante de ciertos elementos que, aún cuando resultan lo más interesante de la puesta en escena, son mermados por su resultado poco atinado pero sobre todo nada verosímil. Una lástima que el recurso de los personajes hablando directamente a cámara sea incluido tardíamente como quien acota algo que olvidó y una pena que ninguno de los personajes resista un plano fijo y directo que no hace más que revelar las carencias y la ineptitud histriónica. Una lástima.

Inconstante. Introducción al primer viaje de Miranda que no se vuelve a repetir. Ambientación animada de algunas ciudades usada desigualmente, confirmando una economía de recursos ante la imposibilidad de acceder a las locaciones reales. Planos cerradísimos que gritan: no hay presupuesto para un gran plano general. Batallas y barcos a escala que gritan lo mismo. Recursos todos que, mejor planteados y mejor acabados serían puntos a favor y no en contra. La evidencia de su uso por carencias de otra índole los delata y le restan su encantadora intención.

Tan atropellada como la introducción del personaje de Miranda, así será el resto del film. Hay mucho que contar y se quiere contar mucho, por lo que hay que acelerar el ritmo y montar al paso de cortes tajantes y abruptos. La estructura es tambaleante y la narración monótona, con una seguidilla de acción épica en miniatura, diálogos protocolares y escenas de sexo pudorosamente mostradas y “escandalosamente” verbalizadas, son esas las tres constantes que limitarán toda la historia. Muletillas arrastradas desde el biopic anterior de Manuela Sáenz, como la deconstrucción “surrealista” de Miranda en el mar, que recuerda a Manuela enmarcada por una puerta en medio de la arena. Un fragmento virado a blanco y negro sin justificación aparente que recuerda al sepia de “La Libertadora del Libertador” y la locura que toma la forma de los seres añorados y azota a estos personajes en su agonía.

Es Miranda, mi amor; parece gritar la película. Sí mi amor, Miranda, el muchachón que escribió el libro “Sexo sentido”, el que sonroja a las doñas que escuchan su programa de radio cuando les confirma que todas son unas zorras agazapadas. El mismo que es esposo de Mimí, quien no sólo lleva el aplauso por dentro sino que recomienda una extraña crema ¿adhesiva? para planchas dentales -que le permite morder manzanas con tranquilidad-. Y así es toda la película, un espejo del bochinche que somos, de la incongruencia de nuestras ideas, de la ineficiente utilización de recursos poderosos, más de lo mismo bastante mejor presentado pero todavía fuera de lipsync.

Sin embargo, a la gente le gustó. Eso le oí decir a la señora que caminaba tras de mí al salir de la función. En la fila delantera otra señora entusiasta aplaudió al final de la película y un muchacho desde las butacas más lejanas la acompañó pero burlonamente. Quizá no debería ser uno tan inconforme, el deber sería aplaudir “el esfuerzo”, aplaudir “la dedicación”, aplaudir “la dirección de fotografía”, aplaudir “la secuencia de títulos”, aplaudir “nuestro cine nacional”. Pero sólo logro concentrarme en Luke Grande apareciendo y desapareciendo como Mandrake, el doble papel del propio director (Michelena/Lovera) y sólo recuerdo al “jovencito” que interpreta a Bolívar engolando la voz para esconder su timbre alocado y juvenil, muchacho de quien sólo alcanzo a recordar las siguientes palabras: ¡Oye vale Servando, yo quiero a Jorgelys, chamo!. Nomás logro enfocarme en el sonido de esas tijeras. Sólo eso soy capaz de recordar. Ha de ser seguramente por mi inmadurez.

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