Intérpretes: Collin Farrell , Gong Li y Jamie Foxx.
Aquí Collin Farrell no está como Don Johnson. Con ese mostacho de mariachi, esa papita de Carlos Montilla y esas greñitas surfer a lo Brad Pitt en Troya, parece más bien el protagonista de la segunda parte de Boogie Nights.
Definitivamente, la pinta de galán de porno no le favorece. Es un pelón de casting. Pero al menos, hace su papel con rigor, aunque el acento forzado tampoco lo ayude.
De la química con Rico, mejor ni hablar. Jamie Foxx luce más cómodo hasta cantando a dúo con Kanye West. Puede que todo esto lo haya buscado el director, Michael Mann, como cuando se aprovechó del pique entre Robert De Niro y Al Pacino, para rodar un par de secuencias estupendas para su Heat. Pero acá, la evidente rivalidad de las superestrellas llega atentar contra el resultado de la movie.
En cualquier caso, el reconocido autor ,venerado por la generación adulto contemporánea de Cahiers Du Cinema, lo ha hecho de nuevo y de qué forma. Nada menos, se ha rodado un impecable film noir en alta definición, cuya mayor virtud reside, precisamente, en traicionar todas y cada una de las expectativas sembradas por los viejos fanáticos de la serie original, entre quienes no me reconozco.
Y como la Policía Especial de los ochenta me importa un bledo y como soy un groupie del director, esta Miami Vice me ha gustado a rabiar, a pesar de su linda parejita interracial, de la imposible Gong Li cubano-china y de sus múltiples simplismos,condenados por la prensa especializada.
Se dice, por ejemplo, que el enfoque que tiene la cinta sobre temas como el narcoterrorismo y la trasnacionalización del crimen, es tan elemental como el guión conspirativo de M:I:3.
Aun así, el largometraje se sale del promedio del género, gracias a la habitual negrura del realizador, quien vuelve, como en Collateral, a dejarse atraer por los abismos de la fatalidad, la ambigüedad moral, el amor loco, el tormento existencial y el ocaso del sueño americano.
Por tanto,más que la última aventura de Ethan Hunt, se trata de una poderosa metáfora romántica sobre el laberinto de la soledad en una ciudad envilecida, donde el afecto se ha ido definitivamente a otra parte, para ser relevado por la muerte, el espiral de violencia y el espíritu de la tragedia.
Un réquiem que se traduce, finalmente, en la imagen de una princesa en estado de coma, alternada con el cuadro de un príncipe abandonado y desconsolado.Las dos caras de un mismo alegato pesimista, tan incomprendido como irregular en su desarrollo.