Mi familia: padre y madre; hermana, su esposo y mis lindas sobrinas viven frente al Cerro El Café en Valencia. Una hermosa zona abarrotada de pinos. Me encanta visitarlos a cada tanto para sentirme consentida con su sobre protector amor. Los días se llenan de sonrisas cuando estoy con ellos y su caluroso afecto me da fuerzas para continuar andando. Cuando retorno a Caracas, papá me lleva al terminal para tomar el transporte de vuelta.
El domingo de hace un siglo (antes de llevarme a la estación terminal) él cumplió con su ritualista visita al cementerio: allí se encuentran los restos de su madre. Con ceremonia y una vez a la semana se acerca a limpiar el panteón y a sentarse con el recuerdo de mi abuela Cándida. Ese día no me quedó de otra y lo acompañé mostrando interés genuino en la narración que él hacía sobre los arreglos hechos a la sepultura haciendo comentarios respetuosos y propicios; luego estimó adecuado viera la tumba de mi abuela Isabel.
El lado fúnebre de esta historia y la pícara actitud zalamera de mi parte quedaron atrás, al sentir un calmado calorcillo en la boca de mí estomago mientras veía las baldosas blancas de la tumba de mi abuela materna. En ese momento miré hacia arriba y noté el cielo azul derramándose sobre el Cerro del Café en el más lejano horizonte y comprendí lo que significaba la sensación experimentada: en un instante evoqué mis raíces y sentí la fuerza de mis antepasados acompañando mi ser; de improviso, los recuerdos se deslizaron sin poder detenerlos y en caída libre, por mi mente.
Pensé en mi abuelo Cecilio: él mas querido de mis ancestros y primero en partir. Es seguro que por su bondad fue reclamado antes. El papá de mi mamá era un señor muy alto (por lo menos para la pequeña de seis años que yo era) lucía bastante moreno, de piel suave como la seda; cabello negro muy brillante y ojos tan oscuros como la noche; usaba lentes de pasta negra para cuando mis recuerdos se reúnen; era amante de los paseos, me tomaba con su mano derecha y vagábamos por doquier. El parque de las palomas era el favorito y lo recorríamos juntos. Traigo clavado en mi memoria el nítido olor del mar… las uvas… palomas y del alma que vagaba con nosotros. Todo revuelto. Inolvidable. Los recuerdos fugaces me hacen presentir que él hablaba y yo escuchaba su voz pausada y calma. Para mi era una dicha estar con él. Cuando nos visitaba, mi hermana y yo lo esperábamos en el balcón de la casa y con ansiedad tratábamos de divisarlo en la esquina de la cuadra. Impacientes, esperábamos por su amorosa presencia, la deliciosa chicha que solía traer y el “pan canilla”. Adulta he saboreado esa bebida en infinidad de oportunidades y jamás ha tenido el mismo sabor dulce-amoroso que poseía cuando era servida por el abuelo Cecilio. Se fue mucho antes de yo saber sobre la muerte. Y comprendo lo que era el amor dulce, sencillo y tierno, por el empeño silencioso de este maravilloso señor, en demostrármelo. Lo quise mucho: aun amo su recuerdo y lo atesoro con celo. Permanece en mí y yace incólume a los tentáculos del olvido después de su desaparición física. Su evocación me inunda de dulzura y es un placer honrarlo a través de éstas líneas, que lee sobre mi hombro, mientras sonríe en silencio.
Le siguió mi abuelo paterno, Ricardo: nunca lo conocí, se guarda alguna foto de él junto a mi abuela, con papá entre ellos. Nacido en Guayana, Estado Bolívar, se casó con mi abuela Candida muy joven y luego los abandonó por la fiebre del oro. La anécdota familiar señala que supo de un yacimiento en El Callao. Se fue a esas tierras dejando a hijo y esposa. Buscaba hacerse rico pero jamás volvieron a saber de él. Desconozco los detalles de la vida del abuelo Ricardo e incluso su aspecto físico. Los rumores familiares son muchos: unos comentan que se volvió loco y se perdió en alguna de esas minas; otros dicen que encontró el oro y vivió junto a una india; y la ultima versión fue que murió en El Callao, abandonado de toda familia y en condiciones deplorables. La verdad la desconozco y mi sentir es antagónico. Papá comenta de sus otros hermanos y primos por parte de padre: son tantos que aun no los ha conocido a todos. Por otro lado admiro su aventura solitaria y me gusta contar lo inverosímil de su historia: me agrada creer que llevo en las venas sangre itinerante porque quizás eso explica algunas de mis ansias de aventuras.
Le siguió (muchos años después) mi abuela Isabel. La mamá de mi mamá tuvo una larga viudez que terminó en una enfermedad típica de nuestro tiempo. Era una mujer de guáramo, potente y una verdadera matrona: llevó el hogar con diligencia mientras le correspondió; era amante de la oración del rosario y quería con egoísta avidez a sus cuatro hijos educándolos con esfuerzo y atención. Después que el abuelo Cecilio partió, estuvo en nuestra casa: atinada y contundente en sus comentarios lograba, a veces, ser muy hiriente. Clase aparte con su yerno, lo respetaba y consentía como un verdadero hijo. Los modos de mis abuelos maternos eran simplemente distintos pero combinaron muy bien y por mucho tiempo. Físicamente mi abuela Isabel era una mujer de mediana estatura y desde siempre la recuerdo con el cabello canoso, más grueso que el del abuelo y de tez muy blanca. Le gustaba cocinar: de ella aprendimos el misterio de hacer hallacas y bollos deliciosos (la típica comida navideña venezolana) y aun hoy, cuando nos reunimos en esas fechas, recordamos sus instrucciones metódicas y sonreímos con nostálgica alegría.
La abuela Cándida fue la última en partir. Totalmente egoísta con sus hijos se relacionó con ellos más desde la quejica exigente, que desde el amor límpido e incondicional. Enfermiza, más bien somática, era una mujer de aspecto indiano con cabellos muy lacios y grises: siempre delgada, muy festiva y de estatura regular. La mamá de mi papá enfermó lentamente y para el final se agravó de una dolencia en la cadera; de cuya operación quedo sin vida. Dejó a diez hijos vivos y uno muerto. El mayor de todos es papá. La historia de mi abuela Cándida es la típica de algunas de nuestras mujeres latinoamericanas: se enredan con hombres a fin de crearse un mejor futuro y lo único que logran es llenarse de hijos y de situaciones insufribles.
Ese día entendí que soy un engranaje genético de mis antecesores. Hoy puedo visitar su recuerdo y sacar de ellos las mejores cualidades que puedan asistirme en mi actual devenir: reconocer en mí las condiciones no tan favorables de ellos y entender que soy producto de su perfecto mestizaje. No para justificarme, sino para recrear lo que soy y desde el ejercicio del más absoluto libre albedrío volver a decidir lo que quiera ser: puedo pasar por una aventurera como mi abuelo Ricardo, sin su elevado grado de irresponsabilidad, lograr el afecto de mis seres queridos sin el evidente egoísmo de mis abuelas y transformarme en un ser silenciosamente amoroso como mi abuelo Cecilio.
Lo vital de esto es que percibo a mis familiares (tanto vivos como muertos) y sus enseñanzas, como un sustrato de valores reales que me sostienen en todo momento: soy producto de su educación y sin embargo soy libre para decidir sobre lo que quiero dejar en mi, del caudal de su legado. Mis orígenes han dado la savia para ser el colosal árbol, en pleno crecimiento, que soy ahora y decido cual parte (de esa donación) colocarla en las ramas frondosas ya que lo más jugoso pienso tomarlo para dar un dulce sabor a mis frutales. El resto es para el progreso íntimo de mi ser. La verdad es que soy y no soy mis ancestros; antes, cuestionaba sus ideas mientras peleaba contra ellos: ahora, puedo notar que lo mejor de ellos me abrillanta, nutre y enorgullece. Hoy comprendo que soy la suma de todos y al mismo tiempo soy diferente porque puedo decidir (de nuevo) qué conservar porque resulta benéfico para mi actual vivir y qué soltar porque no me conviene. Con relación al carácter de una persona la suma genética te da pautas pero no limita: lo que fui, lo que soy y aquella que seré, dependerá siempre, de nuestra más absoluta decisión voluntaria de ser. Solo seré aquello que quiera ser, que casualmente se parece a quien algún día soñé que podía ser.