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Memento adolescente

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¿De qué sirve ser adolescente si no se puede ser un total y completo bastardo? Seamos realistas: La adolescencia es el único momento de la vida en el cual tienes el derecho de decir lo que te de la gana, de ser egocéntrico y hasta de tener gustos cuestionables, como escuchar heavy metal o lucir peinados estrafalarios.

Creo que todos hemos pasado por ahí. Cuando consigo padres que dicen que sus hijos eran encantadores como adolescentes, no sé, suena raro; como decir que hubo guerra sin muertos o que el limón estaba dulce. Las personas que fueron “buenas” en su período adolescente son gente incompleta, sin duda, y si el hombre es “el puente entre los animales inferiores y el superhombre”, como decía Nietzsche, la gente que no pasó por una adolescencia traumática, de gritos y puniciones, termina más bien siendo un puente entre los animales y el hombre, que ni a eso han llegado.

Yo sí viví ése momento a plenitud. Y de qué manera; para mala suerte de mis padres, era la época de Nirvana y de los comienzos de N.W.A. y, entre las dos cosas, no había espacio para mucha tolerancia.

Recuerdo que una de las peleas más estúpidas que tuvimos en la familia fue algo relacionado con la mostaza, en una de esas cenas familiares tipo Alf el extraterrestre, de familia a lo Punky Brewster comiendo hamburguesas Texas y papas fritas congeladas (la nueva innovación y prueba empírica de que Venezuela era un país desarrollado: El primer mundo llegaba a nosotros en forma de capitalismo empaquetado, hamburguesas congeladas, queso Filadelfia, sirope de chocolate Hershey’s y queso parmesano rayado en un potecito verde).

No recuerdo bien cuál era el motivo de mi ostracismo. Lo que sí recuerdo es que me parecía que había demasiadas palabras en el aire, mi madre no dejaba de hablar, quería que fuésemos una “familia unida” y yo, todavía aturdido después de escuchar “I hate myself and I want to die» de Kart Cobain, no era lo más parlanchín con lo que usted se pudiese topar. Para hacer el cuento corto, terminamos peleados mi padre y yo. Él tampoco era lo más tolerante que exista de este lado del meridiano de Greenwich. Y entre su carácter difícil y mis “cambios hormonales” o qué sé yo de la adolescencia, terminamos cada uno teniendo que pararse y cruzar la mesa para servirse las salsas, ya que no nos hablábamos más.

Mi madre trató de interceder, pero mientras más tratada de arreglar la situación más nos irritaba a nosotros, los hombres de la familia, el ying y el yang perfecto de la poca paciencia, destinados a pelearnos eternamente. Yo claro que juré que nunca más le hablaría a mi padre hasta que me pidiera perdón. Y él, igual de infantil que yo, aceptó el reto. Pasamos casi dos semanas sin hablarnos, destruyendo la utopía familiar de mi madre, quien siempre soñó con un esposo y un hijo alegres y conversadores y terminó, por gracia o desdicha, teniendo que calarse a este par de dos.

Recuerdo que la adolescencia era una época en la cual yo pensaba que ya había madurado, que me había vuelto adulto. Parte de las frustraciones venía de ahí, del no recibir responsabilidades que pensaba podía manejar. Hoy en día, me sucede lo contrario: Dudo de tener la madurez suficiente para encarar las cosas que la vida me pone delante. Me la paso preguntándome cuándo iré a “enseriarme”, dejar de tomar todo a la ligera y entender que la vida es oscura, difícil y nada divertida.

Si eso es lo que significa madurar, pues de aquí no me saquen… Porque sigo siendo un niño, en los términos de Nietzsche: Todo me parece magnífico, maravilloso, no hay puesta de sol igual a otra ni edificio que pueda decir que me aburre volver a ver.

Supongo que ahora vivo la adolescencia, mientras que antes la sufría.

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