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El circo del petróleo

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Cuando Tomás entró al circo, se apresuraron a enterrarle un tetero en la boca, a pesar de que no tenía sed. El dulce néctar del oro negro empezó a fluir por su sistema digestivo, intoxicándolo al punto de comenzar a ver doble. Unos trapecistas se balanceaban encima de su cabeza, intercambiando barriles que, al caer al piso, se desbarataban y dejaban fluir más petróleo entre el público. Algunos ya habituados al tetero –y en claro síntoma de abstinencia-, se abalanzaban sobre el líquido para lamerlo. Sus lenguas reptaban por el suelo, mezclando betumen y arena, tierra, polvo; pero ellos seguían succionando al compás de la banda dada a tocar música tradicional.

Los payasos aparecieron, para deleite del público asistente. Venían seguidos de una turba cuya función era reír a carcajadas de cualquier chiste, por más ridículo que fuera. Los arlequines lanzaban tabletas negras –petróleo sólido-, que fungían de moneda de cambio. La muchedumbre se arremetía a codazos, sin ningún tipo de orden, en pro de una de las lustrosas tabletas que saltaban de mano en mano.

-Oye, ¿tú no celebras? –Le preguntó a Tomás el maestro circense con los labios teñidos de negro y aliento a carroña.

-Yo prefiero sólo ser espectador por un rato –replicó el joven, arrancando la teta de plástico que lo asfixiaba-. ¿Dura mucho la función?

-Depende. Por ahora, vamos bien. Mañana, quién sabe, ¡Pero no me negarás que es divertido! –Dijo el maestro, mientras se alejaba con una risa macabra para colocar un pastel de petróleo bajo la silla de uno de los asistentes.

Tomás salió de la carpa, sintiendo un malestar en su estómago. No sabía si era producto del espectáculo, de la bebida o de la situación; lo que sí sabía era que no era un dolor común. Miró su piel y la vio negra, manchas brotaban de sus poros. No era una ilusión óptica, y justo antes de caer al suelo desmayado, vio una inmensa nube negra cubrir el cielo y robar la luz al circo.

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