La situación con Carmen se había vuelto un infierno. Y yo esperaba en vano que las cosas tomaran un rumbo distinto.
Un gordinflón de espeso bigote me saco de mis pensamientos.
-La funda señor.
-¿Cómo?
-La funda de basura, o no es basura lo que carga ahí.
-Ah, si, tenga. Le entregué la funda.
Pero no quería entrar tan pronto, así que me senté en la vereda a fumar. Respirando el podrido aroma que dejaba en el aire el camión de la basura. La tarde era tibia y provocaba esa sensación de intimidad que yo trataba de evitar. La intimidad solía traer compromisos; eran uña y mugre. Mientras más intimidad permitías, más fácil te encajetaban los compromisos. Terminé el cigarrillo y retomé el camino con lentitud. Sabía que Carmen me estaría esperando recostada en el sillón, viendo la TV. Dos años atrás estaba dispuesto a enterrárselo a cualquier hora, en cualquier lugar. Pero las cosas habían cambiado drásticamente. No era su cuerpo, estaba igual o mejor que cuando la conocí. Tetas medianas, ni grandes ni pequeñas. Caderas curvilíneas, piernas y culo firme y una cara pasable. Era el tiempo, la rutina, su personalidad, era yo, pequeños detalles que mandaban aquella relación de dos años a la misma mierda.
-Por qué demoraste tanto –dijo, cuando me vio entrar.
-Porque me dio la gana –contesté, en esos momentos no estaba dispuesto a soportar ninguna de sus provocaciones.
-Si quieres que me vaya por qué no me lo dices y ya.
Como si las cosas fueran tan fáciles pensé, a donde demonios irías y para colmo preñada.
-No –mentí cobardemente- no quiero que te vayas, pero tampoco quiero tu hostigamiento, quiero aire, no quiero sentir alguien en la nuca respirándome todo el tiempo.
-Eres un cabrón injusto –dijo resentida.
Era una discusión inútil y agotadora.
Di un giro a la conversación.
-¿Hay algo de comer?
No respondió, tenía la mirada fija en la ventana cerrada. Yo no sabía que hacer, pero no estaba desesperado, solo exhausto. Fui a la cocina, y busqué en el refrigerador la ensalada que le había encargado. No la encontré.
-¿No has hecho la ensalada?
Seguía sin decir palabra. Era algo tonto.
Busqué pepino y tomate y me dedique hacer la ensalada, buscando en mi mente a Susana. La chica nueva que atendía el mostrador.
Mi jefe ya había echo un catalogo de ella, el maldito infeliz quería convertirla en una de sus conquistas. Susana era dulce como la miel, en el mes y medio de conocerla me había iluminado con su carácter bondadoso y compasivo. Salimos una sola vez a tomar algo y conversar. Me sentí tan bien que ni los reproches de Carmen me arruinaron la velada. Ahora la estaba fijando en la memoria mientras cortaba el tomate.
Carmen me sorprendió en plena ensoñación.
-Piensas en otra no es cierto –parecía bruja.
-No empieces, por favor.
-Eres un perro desagraciado.
No me percaté cuando cogió el vaso de la mesa, ni siquiera me moví de donde estaba. Sentí el aire zumbar cerca de mi oído derecho. Lleno de rabia me abalancé hacia ella. Le apreté las muñecas llevándolas hacia su espalda. Ella trató de morderme.
-Qué es lo que te pasa loca de mierda.
-Suéltame perro, suéltame.
-Es mejor que te calmes porque esto no le hace bien al niño –dije, pero en lo que menos pensaba era en el bienestar de un niño que no quería, que sentía como una cadena enrollándose en mi cuello. Lo que en verdad deseba era que abortara, pero era demasiado cobarde incluso para permitirme pensarlo más de cinco segundos.
-Voy a soltarte, cuidado con lo que vas hacer.
Ella se retorcía como una serpiente, lloraba de rabia.
-Quiero que te mueras desgraciado.
Me aguante las ganas de aventar todas sus cosas a la calle y a ella mismo con todo.
-Mira loca lárgate a dormir porque voy a terminar perdiendo la paciencia.
-Que vas hacer, pegarme, cuantas veces lo has hecho, una mas que da, hazlo maricón.
Solté una carcajada no por lo que había dicho sino por la forma en que lo dijo. Lógicamente aquello la hizo enfurecer más. Me saltó a la cara con las uñas por delante y logró arañarme un cachete.
-Córtala –grité, levanté la mano y le zampé una cachetada. Ella retrocedió con los ojos llenos de miedo. Aproveché para agarrarla del cuello y arrastrarla por el pasillo hacia el cuarto. La encerré y puse llave a la puerta. Empezó a gritar y a tirarlo todo. La advertí de que dañara algo. Los gritos continuaron, estaba totalmente fuera de sí.
Decidí salir a la calle y comprar cigarrillos. Ya había oscurecido, no había estrellas en el cielo, y hacía un poco de frío. Todo era deprimente y absurdo. Hubiera querido escapar, perderme en otra ciudad. Caminé algunas cuadras pensando en aquella posibilidad, pero en el fondo sabía que era un juego inútil de mi conciencia. Dejé de hacerme el pendejo.
Regresé a casa después de una hora. Todo estaba calmado y en silencio. Me sentía culpable, no quería sentirme así, maldita sea, pero no tenía control sobre mi mismo. Entré a la cocina y me metí una cucharada del pepino sin aliñar que había quedado sobre la mesa. Tenía un sabor agrio. Tomé un vaso de agua y pensé que sería mejor ir a verla. Abrí la puerta, ella estaba sentada en el suelo, arrimada a la pared. Me miró con ojos tristes tratando de sonreírme. Miré a mí alrededor, mi ropa estaba tirada por el suelo.
-Lo siento –dijo. Y fue acercándose en cuatro hasta mí.
-No quiero compórtame como una loca. Es solo que te amo más que a mi vida, no quiero ni pensar que haría si me dejaras por otra.
El mundo se volvía diminuto, se cerraba entorno a mí. Ella se agarraba a mis piernas, su pelo brillaba con la luz amarilla del foco.
-Ven mi amor, ya no me voy a comportar así, siéntate conmigo.
Me agaché lentamente y me senté. Ella se recostó sobre mis piernas. Llorando y pidiendo compasión. No era una bonita escena, era una escena asquerosa: una mujer gimiendo sobre el cobarde que la odiaba, y que no era capaz de hacer algo al respecto.