Aquí está la continuación prometida, y todavía hay una tercera. Por favor leer esto escuchando buen volúmen «A esa gran velocidad» de Haragan y Cia, unos mexicanos del putas, si no la tienen bájenla enseguida, de lo contrario no lean esto. Y si lo hacen, no respondo por los vómitos que ocasione. Como sea, please digan lo que piensan.
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El domingo supuse que tenía que ser mi revancha. Me emborracharía desde temprano. Desperté con la sombra de la pesadilla. Pero el agua de la ducha me la quitó. Me puse unos pantalones limpios. Una camiseta blanca con el logotipo de una lagartija marina. Me puse mis collares. Mis pulseras. El par de botas ya trabajadas que tenía. Y fui a desayunar. Pero mamá no se había levantado. Miré el reloj. Eran casi las ocho de la mañana. Yo mismo me preparé el desayuno. Iba a pedirle unos dólares a mamá. No había que fastidiarla con algo insignificante como un desayuno.
Termine de comer y me lave los dientes. A penas despertó mamá le dije lo que necesitaba. Sabía el sermón que iba a recibir pero estaba decidido a escucharlo. Ya lo sentía zumbándome las orejas. Me dio cuatro dólares y me hizo saber lo vago que era. Un año que saliste del colegio y aun no tienes un trabajo ni te matriculas en la universidad. Yo le respondía con una frase de mi amiga la Nena: Tengo que examinar bien cuales son mis metas para ir en búsqueda de ellas. Mamá pedía que me apurara: Vas a volverte un viejo sin oficio ni beneficio.
Salí de la casa a las diez de la mañana. Si tenía suerte encontraría a Franklin aun durmiendo. En cambio si no contaba con ella Franklin estaría quien sabe donde, amanecido y aun borracho. Franklin era mi mejor amigo. Nos habíamos graduado juntos. Pero el ya trabajaba en una fabrica de no se que cosa. Tenía libre los domingos y los lunes. El sueldo no era muy bueno pero a él le alcanzaba.
A Franklin le gustaba andar con putas. A mi me daba igual si eran profesionales del asunto o inexpertas. Con cualquiera de las dos había un precio que pagar. Una noche una puta llamada Rosi nos cobro veinte dólares por estar con los dos el mismo momento. Franklin se puso por delante y yo por detrás. Estábamos tan borrachos que casi ni sabíamos lo que hacíamos. Rosi reía y gozaba y nos gritaba más, más. Creo que nunca terminamos. Nos quedamos dormidos uno encima del otro. Al otro día Rosi cobró y se fue y nosotros nos quedamos bebiendo en la habitación. Mas tarde, (cuando quisimos comprar más trago), nos dimos cuenta que nos había robado. De noches como esa y de cuatro años de estudiar juntos estaba echa nuestra amistad. Aunque había momentos en que todo se iba a la mismísima mierda, nunca pasábamos más de dos semanas sin hablarnos.
El día permanecía inmóvil y gris. Tomé el bus hacía el este. Llegué en quince minutos. Franklin vivía solo. No hacía mucho que se había mudado de su casa. Arrendaba un departamento modesto, en una zona aceptable hasta cierto punto. Su departamento quedaba en la planta alta. Abajo vivía la dueña. La dueña era una vieja grosera, y chismosa. Que siempre preguntaba a cualquier visita que parentesco tenía con su inquilino.
-Es por seguridad –decía.
La vieja estaba creída que yo era el primo. Cuando me veía decía:
-Su primo se ha portado muy juicioso este fin de semana. Y bla bla bla bla…
Esta vez la corté en seco.
-Buenos días Doña Gertrudis.
-Buenos días –dijo.
Subí rápido las escaleras y toqué la puerta. Franklin contestó desde el fondo del departamento. Se demoró en abrir la puerta. A pareció en un jean, sin camiseta.
-Que chucha estabas haciendo –dije.
-Cagaba. Me gusta cagar los domingos por la mañana. Creo que tengo el derecho.
-De lo que tienes no el derecho sino el deber es de invitarme una botella.
-Espérame aquí –dijo.
Me senté en un sillón. Franklin tenía solo dos muebles en la sala. Un televisor de diez y seis pulgadas y una radio grabadora. Fue a la cocina y volvió con una botella de vodka, había un poco más de la mitad.
-Anoche me pegué unos tragos para dormir.
-Dale vuelta. Que pa’ luego es tarde –dije.
-Me preocupas Josa, te estas convirtiendo en un alcohólico. No quieres esperar por lo menos hasta el medio día.
-No quiero, además estoy mejorando. Me estoy convirtiendo en algo, quiere decir que no estoy estancado.
-De ley, te estas moviendo… moviendo hacía el barranco.
Nos reímos.
Se sentó en el otro sillón y buscó un vaso debajo del mismo.
-Ya desayunaste.
-Sí y tú.
-También.
Me sirvió un vaso de aquel líquido cristalino y transparente, como las aguas de un manantial.
-Hasta el fondo –dije.
-Hasta tocar fondo –dijo él.
Tomamos algunos tragos. Fuimos a la tienda por cigarrillos y volvimos al departamento.
-Viste la peladita que atendía la tienda.
-Esta linda.
-Quiere que se lo zampe –dijo.
-Sueñas.
-Te digo la plena. Ella mismo me lo dijo la otra noche textualmente, le gusta mi cuerpo.
-Y ya por eso.
-No seas tarado. Para que más te va decir una mujer que le gusta tu cuerpo. No creo que quiera tener mis músculos para impresionar a sus enamorados.
-Si, pero el hecho de que te lo haya dicho no quiere decir que quiera culiar. Ya sabes lo confusas que son las mujeres, peor las de esa edad.
-Te digo que quiere conmigo. Siempre busca un pretexto para hacerme la conversa. Y se me lanza a la menor oportunidad. No te diste cuenta.
Yo no me había dado cuenta de nada. Simplemente me pareció una chica amable.
-Esta bien, tú ganas –dije-. Pero ahora dame otro trago.
La botella estaba por terminarse, no quedaban más que tres dedos. Había que salir a comprar otra.
-Lo que pasa es que me da miedo romperla –continúo-. Puedo causarle un daño permanente.
Cuando se trataba de mujeres Franklin no quería parar de hablar, y la cosa es que no sólo hablaba, eso del daño permanente iba en serio. Pero no iba a darle pie a que siguiera con la jodedera.
-Mejor vamos a comprar otra botella. Esta ya se acabo –dije.
-No ves lo niña que es, de seguro tiene la chepita cerradita.
-Tampoco es tan niña –protesté-, no exageres. Ha de tener por lo menos unos quince años.
-Trece, tiene sólo trece años. Ella me lo dijo. Cumple años todos los dos de febrero. Es acuario.
-Se ve mucho mayor.
-Son los pollos –dijo-. Comen demasiados pollos. Y los malditos pollos cada vez más inyectados con hormonas de crecimiento. Eso afecta, entiendes.
Si lo entendía, yo ya había leído algo sobre ese asunto. Pero lo que me importaba era ir a comprar la otra botella.
-Vamos a salir a comprar o no.
-Mejor vamos a chupar a otro lado –dijo-. Ya no soporto estar aquí.
Nos fuimos hasta el bar de Marco. Marco era un cuarentón que tenía un bar con un decorado rustico un poco playero, atendido por él mismo. Donde ponían buena música y preparaban unas jarras con aguardiente y naranjas. Y lo mejor, abrían los domingos desde las diez de la mañana.
Llegamos. Sólo había una mesa ocupada. La barra estaba libre. Sonaba Black Dog de Leed Zeppelín.
-Buena música –dije a manera de saludo.
-Qué hay muchachos, como van.
-Vamos cargados de alcohol –dijo Franklin-. Venimos a pedirte tu cuota.
-Con mucho gusto –dijo Marco.
-Tráenos una jarra –dije.
Escuchamos un buen rato un reparto excelente de los Zeppelín y los Pin Floyd. Conversamos de todo y de nada. De mujeres, del tiempo, de la vida. Marco tenía una filosofía muy peculiar sobre la vida. Para él la cosa consistía en cielo e infierno. Y decía que Dios nos había castigado desde el inicio. El castigo era el infierno; y el infierno era aburrirse, repugnarse, hostigarse de las cosas. El cielo era todo lo contrario; la diversión, la aventura, el deleite, el asombro, el movimiento…
-Siempre terminas hostigándote. La vaina consiste en combatir ese aburrimiento. Aunque a veces es tan fuerte que termina arrojándote hacia otra cosa. Y tienes que tener mucho cielo en tu interior para no cansarte. Los que se cansan rápido de todo viven en eterno infierno.
Franklin creía que Marco estaba completamente en lo cierto. Yo no pensaba lo mismo. Para mí, si es que había un cielo y un infierno, no serían los mismos para todos. Y probablemente lo que Marco llamaba el infierno y el cielo, serían sólo los suyos. Pero no dije nada, no quería enfrascarme en una discusión profunda e inútil. Lo que yo quería era beber tranquilamente conversando de cosas lo más sencillas posibles. Sólo así se pude disfrutar de un trago y quizá de la vida, puestos a filosofar…
Dándole a la borrachera siempre recuerdo algo de Bukowski. El viejo zorro era uno de mis escritores santificados. Leí algo de él en una biblioteca virtual y quedé entrampado enseguida. Lastima que la nena no tuviera ningún libro del viejo borracho que una vez escribió:
“No hay nada que discutir, no hay nada que recordar. No hay nada que olvidar.
Es triste y no es triste”. Estos versos resumen el mundo entero.
Recité en voz alta alzándome el vaso. Marco golpeó con su puño encima de la barra. Y Franklin se carcajeó con ruidosa agudeza, que pareció que se hubieran quebrantado una docena de copas.
-Este es nuestro poeta. El honor de Sto. Dgo. –dijo-. Y qué cuenta tu amiga la Nena, todavía te acolita con la vaina esta.
-Con qué cosa –dije-.
Franklin podía llegar a ser bastante antipático. Así que no podía darle cuerda.
-Con la vaina de la escritura, no te hagas.
-Quieres ser escritor –dijo Marco, sus mejillas escurridas se pegaron a sus huesos, dando una chupada al cigarrillo-. Toma –dijo. Me brindó un belmont y lo prendió.
-Yo también quise ser escritor, y digo quise porque me he vencido, estoy cansado. Además ahora tengo una mujer y dos hijos que mantener. Hace unos diez años atrás cuando vivía en Quito, lleve el borrador de mi primera novela a una editorial. Y la rechazaron. Bajo la impronta de que yo era un desconocido y que el texto tenía una trama muy simple, cotidiana. No había nada mágico sino sólo realidad. Simple y vulgar realidad. Pero en todo caso dijeron, preséntese a un concurso, si lo gana vuelva de nuevo. Me presenté a varios concursos, con esa primera novela, y con dos más posteriores a esa, pero no gané nunca. No llegué ni a menciones honoríficas.
Chupó otra vez su cigarrillo y sirvió dos tragos de un whisky que el mismo tenía debajo de la barra para ocasiones especiales. Le parecía especial hablar sobre su afición con otro “aficionado”. Franklin mientras tanto se demoraba en el baño, donde se había ido a esconder para no escuchar a Marco.
La jarra de aguardiente y naranja que preparaba Alabama’s bar había desaparecido dentro de nuestros hígados alcoholizados. Marco me sirvió de su whisky. Yo no me creía un aficionado a nada, peor a la literatura. Pero mi innata tendencia a no negar lo que creen de mí, hizo que el viejo escritor empolvado luciera sus viejas galas.
Para ser sincero escribir me importaba un culo. Incluso la afición por la lectura era reciente. Pero al parecer la literatura se me estaba metiendo por los ojos. Hasta los borrachos con los que bebía resultaban ser escritores. Buscó, buscó dentro de unos cajones que tenía en la barra, y por fin dio con su primera novela. Un folio verde lleno de polvo, ocupado con 250 hojas. Muy bien mecanografiadas, agradables a la vista. Un titulo estúpido: La historia de mi vida. Que asqueroso patetismo diría la Nena.
-Y los títulos de las otras dos novelas –pregunté.
Sirvió dos tragos más antes de contestar. Yo sentía la cabeza un poco pesada y la lengua se me estaba trabando.
-El lento caer de las gotas de lluvia y Sólo los zapatos tuyos.
Algo habían mejorado los otros títulos, pensé.
-Las dos hablan de mis conflictos amorosos, de mi incapacidad de vivir con las normas “correctas”. La primera es una historia más juvenil, pero también más furiosa y gris que las otras.
-Llévatela para que la leas –me dijo. Pero ten cuidado porque es el único borrador, quizá algún día se haga famoso.
No dije nada, simplemente me apuré el trago que quedaba en el vaso, y abrí la carpeta. Leí el titulo, la dedicatoria a una mujer llamada Amanda y la primera frase: “Todos los inviernos son lo mismo. La lluvia, la soledad, la rabia. Pero también las ganas de buscar algo calido, tibio y estremecedor. De encontrarte a ti”.
Algo me chicoteo en ese momento. Reconocí el corrientazo en esas palabras. Aunque el dulce sopor del alcohol ya había echo su efecto. Tuve que cerrar la carpeta. Lo leería otro día, había tiempo.
Traté de hablar con Marco sobre esos pececillos de pecera. En alguna parte había escuchado que la memoria de esos peces dura sólo 4 segundos. Me imaginaba lo asombrosamente caótico que sería vivir de esa manera. Pero por suerte los humanos no éramos así. Entonces me acordé de Franklin. Aún no salía del baño.
-Franklin no sale del baño –dije.
-Ese maricón a de estar dormido y cagado hasta las orejas. Anda a verlo.
Fui directo al baño, y ya me iba riendo. Abrí la puerta. Franklin estaba doblado sobre la taza del baño. Con los pantalones abajo. Lo remecí hasta que logré despertarlo. No había cagado nada.
-Quieres que te suba los pantalones, pedazo de maricón –le dije.
Se levantó tambaléate amarrándose de las paredes.
-Tranquilo… tranquilo, yo me lo subo solo.
Se subió el pantalón. Cuando se iba a agachar para mojarse la cara en el lavabo vomitó. Una mezcla de arroz y cosas de colores.
-Ten cuidado vas a ensuciarte la camiseta –le dije.
-No jodas, yo se lo que hago.
Lo dejé que se las arreglara solo. Y volví a la barra.
-No se cagó –dijo Marco.
–Se había quedado dormido.
Marcó sirvió dos copas más. Yo tenía que andarme con cuidado sino quería quedarme doblado también. El alcohol ya estaba burbujeando en mis sesos. Franklin salió del baño.
-Nosotros ya almorzamos –preguntó.
-No -le contesté-. Apenas si hemos desayunado.
-Vámonos a comer entonces.
Franklin se adelanto a salir. Yo me tomé la copa servida y me despedí de Marco.
-Espera, te olvides de la carpeta.
Quería que la leyera, si o si. Me la metí debajo del brazo y le di alcance a Franklin. No llevábamos ni una cuadra cuando nos encontramos a las inseparables amigas: Glenda y Marta. Eran un par de manes que culiaban con nosotros. Franklin se tiraba a Glenda y yo a Marta. Eran simpáticas. Buen culo, buenas tetas. Y hasta divertidas. Nos dijeron que habían quedado en verse para ir juntas a almorzar. Ya que la casualidad nos había juntado, todos cuatros nos largamos a comer.
-Están hechos un asco.
Marta se me pegó. Franklin y Glenda caminaban detrás muy despacio.
-Porqué no fuiste a verme ayer –dijo Marta.
La miré de pies a cabeza.
-No tenía plata -dije.
– Y eso que importa, tú sabes que yo trabajo y cuando tú no tengas yo te puedo invitar.
-Sólo trataba de ser amable. Pero si quieres que te diga la verdad, no tenía ganas de verte.
-Ya –me dijo-. Por lo menos eres sincero. Y qué llevas en esa carpeta.
-Una novela.
-¿Una novela?… Es tuya.
Entonces fue que se me ocurrió. Algo simple, sólo por mentirle a ella.
-Sí –le dije-. La terminé ayer. Y ahora voy a irme a Quito para buscarle un editor.
Ella saltó sobre mis brazos. Y me besó. La besé también, tenía los labios tibios. Un leve olor amargo.
-Tú eres un hombre muy inteligente. Desde la primera ves que te vi supe eso.
La miré a la cara. Sus ojos cafés estaban más claros que de costumbre. Tenía unos bonitos ojos y su boca tampoco era fea. Pero no era muy inteligente que se diga. Se había quedado en el segundo año de bachillerato. Y para ella toda persona que sabía que en el planeta había cinco continentes era un genio. Además tenía la estúpida creencia del común de la gente. Y la gente creía que si te gustaban los libros debías de ser una persona muy inteligente.
La rodee por la cintura.
-Dame otro beso –le dije. Qué les pasa a esos de atrás.
-No sabes. Están peleados.
-Están peleados y desde cuando.
-Hace como tres días.
Miré para atrás. Franklin iba muy serio. Parecía que la borrachera se le había ido por completo. Glenda hablaba y lo miraba con ojos tiernos. Aparté la mirada de eso. El alcohol y el bamboleo de las caderas de Marta me estaban poniendo arrecho. Llevaba la verga tiesa y dolorida dentro del pantalón.
Llegamos a una Marisquería manabita. Compramos cuatro banderas y nos dimos por bien servidos. Antes de terminar de comer Franklin y Glenda ya estaban como tortolitos. Yo por mi parte le metía de vez en cuando, y con discreción, la mano por debajo de la falda a Marta. Y ella me besaba el cuello. Me comía las conchas de la bandera y le metía los dedos a la chucha. Pensando obviamente en el aparente parecido que había entre la vagina y aquel animalito blando y baboso encerrado entre esos dos caparazones.
Terminamos y fuimos directo al apartamento de Franklin. No necesitábamos dos camas. Con un colchón a mí y a Marta nos bastaba. Llevamos el colchón a la cocina y dejamos a los tórtolos hacer las pases en el cuarto. Lo hicimos dos veces seguidas. Y el trago se me salió del organismo. La primera fue muy furiosa. Lengüetazas y mordidas. Mames por todos lados. Me gustaba pellizcarle suavemente con los dientes el huequito del culo. Era la primera mujer que tenía que no se quejaba cuando se lo metía por detrás. Gozaba igual que si le diera por la chucha. Sus orgasmos eran idénticos. Gritaba, aruñaba, apretaba y luego se aflojaba suavemente y dejaba de gemir. El segundo palo fue más suave y tierno. Me enroscó con sus piernas y lo hicimos a ritmo lento, pero sin pausas.
Luego nos tumbamos de espalda, y estuvimos en silencio. Le pedí un cigarrillo. Fumando se me ocurrió que lo mejor para llenar un espacio tan estúpido como el que queda después del sexo con alguien que no amas, es la lectura. Otro punto a favor que encontré. Cogí la carpeta verde y empecé a leer. Al terminar el primer capitulo, lo supe. La mentira tenía que continuar. Si querían que escribiera, ese era el libro que tenía que escribir. Rápido, cargado de sentimientos. Que se pudiera sentir, incluso oler, que fuera tan natural, como surgido de las mismas páginas. Bukowski le quedaba corto. Y yo sería el escritor de ese libro. Había muy pocas cosas que arreglarle para que la mentira estuviera completa.
continuará