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El escritor que nunca escribió. (Final)

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Parte final de la historia, y la verdad sea dicha la peor de todas, incluso pensé en ya no subirla, porque la estuve releyendo y me dejó un sabor amargo. Como sea, tenía que subirla porque el final es el que da la clave para el título.

fin

Llegué de noche a casa. Mamá estaba en su cuarto, viendo la televisión. Y Cintia hacía lo mismo pero en la sala. Tenía puesto un short cortito y apretado y una blusa sin mangas igual de corta. Estaba boca abajo sobre el sillón más grande. Se le veían todos los subideros: ese lugar donde terminan las nalgas que tiene un tenue color más oscuro.

Ni se movió cuando me oyó entrar. Fui y me senté cerca de ella. Le pasé la mano por las piernas. Tal vez estaba de humor para jugar.

-Y mi mamá.

-Está en el cuarto –dijo.

-Que ves.

-Una película.

Subí mi mano hasta sus subideros. Y seguimos hablando de los programas de la TV. Era un extraño juego el que jugábamos. Yo no recordaba quien lo había empezado. Pero la cosa consistía en hacer como si nada pasara mientras lo hacíamos. A veces ella también me masturbaba. Yo nunca se lo pedía. Todo ocurría cuando ella quería.

Halé el short hacia un lado. Y encontré su concha húmeda. Mis dedos se hundieron, un dedo, dos dedos. Abrió un poco más las piernas disimuladamente. En la televisión salía una escena grotesca: Un muerto viviente que se le comía el cerebro a una mujer. Fuera transcurría todo normalmente como debía ser. De un momento a otro Cintia apretó las piernas como estirándose para alcanzar algo. Sus manos se cerraron con fuerza. Una en el brazo del mueble, la otra en mi muslo. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos por un instante. Luego su cabeza volvió hacia delante como desmayada y todo su cuerpo se relajo. El juego había terminado. Me levanté y le dije:

-Si mamá me busca dile que estoy en el patio bañándome.

-Aja –dijo. Aún no se reponía de lo intenso del orgasmo.

Fui hacia el patio, pensando en encontrarme a la nena. Quería mostrarle el libro que había escrito. Por lo menos unas páginas. Pero no estaba. Me desnudé y empecé a bañarme.

El lunes siguiente me desperté temprano, para alcanzar a mamá antes de que saliera para su trabajo. Cintia estaba en la mesa desayunando para ir al colegio. Mi mamá terminaba de arreglarse en el cuarto. Me senté a la mesa.

-Sabes si mi mamá tiene aquí la máquina de escribir eléctrica.

-Si, por ahí la he visto. Para que la quieres.

-Voy a dedicarme a escribir.

Se rió.

-Y que vas a escribir.

-Novelas –dije-. No pienso dedicarme a perder el tiempo con la poesía. Es un género inútil.

Cintia se alzó de hombros.

-Esta bien que por fin te dediques hacer algo –dijo.

Me levanté de la mesa rumbo al baño. Era mejor ir a mear, podría terminar insultándola. Mee un chorro largo, caliente y amarillo. Salí del baño y encontré a mi mamá en la sala.

-Présteme su máquina de escribir.

-Que vas hacer –dijo.

-Voy a escribir una carta para una amiga.

-No la puedes hacer a mano.

-No, tiene que ser a máquina. Se ve más elegante y es mucho más legible.

-Ocúpala, esta en el armario de mi cuarto. Pero ten cuidado, no la vayas a dañar.

Ya se iba a su trabajo.

-Mamá –dije-. Présteme un dólar también, para las hojas.

-Para todo tengo que darte. Cuando será el día que trabajes.

-Va ser más pronto de lo que usted se imagina –le dije.

Todo ese día lo pase corrigiendo el libro. Actualizándolo. Pero en menos de un mes ya lo tenía terminado. Lo que vino después ni yo mismo lo imaginé. Y ni siquiera los insistentes reclamos de Marco ante las leyes que defienden el derecho de autor pudieron atenuar mi triunfo editorial. Nadie le creía. Nadie me ponía en tela de juicio. Ni siquiera Franklin. Franklin me hubiera podido tirar de cabeza. Pero para mi suerte había decidido irse a cagar en el justo momento en que Marco iba hablarme de sus novelas.

No podía quejarme, la literatura me amaba. Me había escogido como uno de sus leales representantes y toda esa basura…

La novela se promocionó por algunos países de habla hispana. Le di la vuelta al continente americano. Mamá estaba muy orgullosa. Y yo ya pensaba en mi segunda novela. Un día escribí una carta a un programa de televisión colombiano que criticaba mi libro. Esa ácida carta me llevó a conocer a Fernando Vallejo. El gran maricón colombiano que escribía sus mariconadas. Yo había leído su novela la virgen de los sicarios. Cuando llegué a Medellín pensaba encontrarme alguno de esos hjueputas sicarios andando en moto a la caza de alguna presa. Pero nada. Lo único que vi fue arranchadores. Me recordaron a mi propia, sombría y rutinaria ciudad.

Cuando lo tuve frente a mí a Vallejo, esperé que no hubiera periodistas y le dije:

-Es verdad que te gustan los muchachos.

El chupó su cigarrillo y me contestó:

-Te me estas declarando.

Después de eso nos hicimos buenos amigos. Y nos emborrachamos juntos hasta perdernos en su departamento. Pero no hablamos nunca de literatura. Conversamos sobre sexo y violencia. En medio de la borrachera expuso una teoría donde demostraba que todos los animales eran la parte civilizada del planeta. Yo fingí interesarme. Al otro día bien de mañana me fui a mi hotel a seguir durmiendo, y lo dejé vomitado y desnudo sobre su cama.

Esa misma tarde en Bogotá tenía un encuentro con unos cuantos jóvenes imbéciles que escribían. Todos menores de 30 años, que hubieran publicado por lo menos una novela: esa era la consigna. Tomé el avión, junto con el representante de mi editorial. Llegué diez minutos tarde. Llevaba una botella de vodka en mi maleta, al llegar al congreso la tenía más abajo de la mitad. Estaba un poco borracho. Bogotá no me pareció muy diferente de Medellín a excepción del clima. Ese sonso cantadito del hablado de los colombianos se me hacía igual en las dos ciudades. Llegué al lugar éste, donde nos habían citado. Había más de 20 escritores entre mujeres y hombres. Yo era uno de los más jóvenes. Pedí un vaso y puse mi botella de vodka sobre la mesa que me tocaba. Una mujer sentada a mi derecha quedó viendo la botella y me sonrió. El debate se abrió. Al parecer todos tenían sendas ponencias de algún tema relacionado con la literatura. Yo no tenía nada preparado. Comencé a sentirme inseguro. Hubiera querido estar en cualquier otro lugar menos allí. Me imaginé con Franklin, bebiendo y hablando de mujeres. Me vi dando vueltas y agitándome con Marta encima de mí. Recordé a la nena y sus conversaciones. Donde estaría ahora esa pendeja, que era la que me había metido en esto.

De repente el turno me llegó. Me eché un trago. Alguien hizo la presentación. Me pusieron como escritor promesa de Suramérica. “El escritor más joven de esta generación. Que con su primera novela ha alcanzado un éxito impresionante. Pero dejemos que sean las propias páginas de esa maravillosa y terrible novela la que nos hable del talento de su autor”.

Y alguien empezó con la lectura del tercer capitulo de la novela. Supe que ellos no tenían nada serio que decir de mí y por eso habían escogido leer un pedazo de la novela.

“El día se confabula contra todos los seres mediocres. Nunca estoy tranquilo hasta finalizarlo. Estoy alerta. Despierto, convulso.

Me habían dicho que esperara aquí, bajo el puente, y ahora mi instinto me decía que algo funcionaba mal. Amanda estaba en lo cierto… y bla, bla, bla”.

No quise escuchar más. Me hice el sordo y seguí bebiendo. Pero la lectura terminó demasiado pronto.

En adelante no iba importar lo que sucediera. Así ganara el premio Nóbel. Nunca más iba a asistir a una de esas conferencias. Me puse de pie. Esperaban que disertara sobre algún tema contemporáneo, de forma inteligente. Pero yo no tenía nada que decir. Trate de ser lo más honesto posible.

-A decir verdad –empecé, tratando de no moverme mucho para que no notaran que estaba borracho-, la literatura me tiene sin cuidado. No tengo nada que decir. Sólo que no debería estar aquí. Todos ustedes tienen la razón en lo que han dicho. La literatura es todo eso que han comentado y sirve para todo lo que han expuesto. Y yo no quiero perder el tiempo en buscarle más pretextos a esto. Yo vivo y luego escribo, no al revés. Gracias, ojala no los hubiera conocido.

Aplaudieron con recelo. Luego no supe que paso. Si gustó lo que dije o no. Lo único que sé es que esa misma noche cogí mi maleta y volé para Ecuador. Por la tarde del día siguiente ya estaba en Santo Domingo, mi escondite de mierda. La prensa había dejado de fastidiarme. Me encontraba tranquilo de nuevo. Y aburrido sin nada que hacer. Tenía ahora una cuenta en el banco y ya no tenía que pedirle plata a mamá. Pero en el fondo la cosa no había cambiado. O eso creía.

Una mañana estaba tumbado sobre mi cama, pensé que quizá debía mudarme. Pero me dije, no, será mucho más adelante, apenas tengo 23 años. Fui al patio a buscar a la Nena. Mi hermana se estaba bañando en tanguita y sin sostén. Las virginales tetas al aire, con sus ásperos pezones ennegrecidos.

-Quieres dejarme bañar, o llamo a mi mamá –dijo.

Retrocedí hacia mi cuarto, como cangrejo. Talvez las cosas si cambiarán un poco ahora, me dije.

Pero ya el sábado por la tarde estaba buscando a Franklin para emborracharnos. Tomé el bus y llegué a su departamento. La vieja me salio al paso. Supuse que iba a empezar con su letanía. Y hasta la esperé, hacía tiempo que no la escuchaba; en verdad somos animaluchos de costumbre pensé. Pero la vieja no soltó ni las buenas tardes. Me vio subir las escaleras y no dijo nada. Me extrañó pero seguí trepando. Iba a ser algo novedoso para comentarle a Franklin.

Toqué la puerta con fuerza. Nada. Por fin escuché unos pasos que se acercaban. La puerta se abrió.

-Ya estás borracho maricón –dije. Pero no era Franklin el que me miraba. Sino la muchachita de cabellos rizados y mirada de tonta. Era Glenda con una camiseta de Franklin que le caía en las rodillas. Y el pelo despeinado. Al parecer había escapado de una reciente batalla sexual.

-Franklin esta durmiendo –dijo-. Porque no te vienes mañana. No creo que salga hoy.

-Y tu desde cuando vives aquí –dije.

-Ya tenemos un mes de casados. Franklin quiso avisarte pero no te encontró.

-Estaba fuera del país.

-Claro –dijo-. Ahora eres famoso, Marta ha estado preguntando por ti.

No le hice caso.

-Y están casados legalmente o sólo unidos.

-Casados –dijo-. Por lo civil. Vamos a reunir algo de dinero para celebrar cuando nos casemos por la iglesia.

Hubiera querido hablar con Franklin sobre esa mierda. Pero si en algo éramos parecidos los dos, era que no soportábamos que nadie nos jodiera cuando estábamos durmiendo.

Miré por la hendija de la puerta. La sala tenía más muebles y se veía aseada y ordenada.

Ahora si que las cosas cambiaron, pensé. Me despedí con una sonrisa y bajé las escaleras hacia la calle. Ya tenía el tema de mi próximo libro. Hablaría sobre el matrimonio juvenil: Una castración mental. Franklin y su mujercita me servirían de documentación.

Jota X

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