Mi padre detestaba los fines de año porque lo hacían sentirse más viejo. No lo decía, pero siempre se enfermaba y lo pasaba acurrucado en su cama mientras mi madre y yo tratábamos de suicidarnos tragando una uva por segundo después de las doce.
La fiesta se trataba de consumir, como un reflejo del hermano menor, “la navidad”, ocasión en la cual se reciben regalos inservibles de parte de gente que ni siquiera nos conoce bien y dos o tres detalles importantes que vienen de los pocos verdaderamente significativos. Mi tía me regalaba camisas sin mangas, a pesar de que nunca uso camisas y cuando lo hago las sin mangas me parecen de mesonero. Una navidad recibí un litro de miel de parte de una tía (sin broma). “Gracias”, le dije, para luego explicarle que soy alérgico al producto de las abejas. Eso es “la navidad” en general, para mí.
Por eso, el único objetivo consistente que flirtea con mis años nuevos es la resolución de recibir el año borracho y ver el amanecer con dos o tres amigos de verdad. Nos paseábamos por las fiestas más respingonas de una ciudad como Caracas, empotrados en trajes pret-a-porter comprados para la ocasión, tratando de beber todo el güisqui y champaña posible y bailar con la mayor cantidad de mujeres. Son el tipo de cosas a las cuales no se les busca el por qué. No tienen sentido, simplemente porque la vida ella misma no tiene sentido, mucho menos en Caracas, un valle que es una vorágine de consumismo, de carros cuatro por cuatro y mujeres operadas. De restoranes all you can eat de costillas de puerco. Caracas se ha convertido en un festival de eructos y pedos, única obra “duradera” de una sociedad cuya meta es engordar al compás del precio del petróleo.
La verdad es que no tengo mensaje que darles, no me considero tan importante. He aprendido mucho este año, he realizado cosas increíbles y trazado metas soñadas que me daré a cumplir. Me siento diferente porque tengo una utopía. Me siento auténtico porque vivo para mí mismo, porque no soy el carro que no tengo y porque no mido el triunfo de mi vida a partir del tamaño del culo de la mujer de turno.
Es verdad que me queda un sabor amargo en la boca al ver mi ciudad desbarrancarse. Esto no es una ciudad, es una feria, una verbena de disparates. La única diferencia es que no tenemos lo divertido de las verbenas y las bacanales: aquí no hay sexo libre y cada quien haga lo que le dé la gana; aquí la gente tiene que mantener un status, estar à la mode , mantener la alcurnia y el pedigree social. Somos perros de la decadencia.
Celebraré entonces por las metas cumplidas, por la familia extraña pero junta que aún me queda, por los verdaderos amigos. Lo demás es perreo y reagguettón, Rolex y Sambuca. Y de eso no me hago responsable. No le veo el sentido al hecho de que, en una sociedad individualista, donde a nadie le importa el otro, donde la gente se colea en las filas del banco, donde te mientan la madre en la calle; en esa ciudad, durante unos cuántos días decembrinos nos hagamos los “amigables” y le deseemos “feliz año” a gente que en otra ocasión dejaríamos desangrarse a nuestro lado.
No seamos hipócritas, por una vez. No le digamos “feliz año” a gente que nos resbala sólo porque la televisión dice que es “malo” no hacerlo. A los que conozco y verdaderamente me importan, les daré el “feliz año” en persona, con un abrazo sentido y afectuoso. A los demás, ojalá no los pise el tren. Brindo por eso…