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Una Noche en el Museo: que pequeño el mundo es, que pequeño el mundo es…

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           I
           Stiller quiere arreglar al mundo, de vuelta a la metrópolis. Stilller quiere emular a Chaplin. Stiller quiere seguir la tradición de la comedia comprometida americana. Stiller funciona en la taquilla. Y mientras Ben sea redituable, películas como Una Noche en El Museo verán luz.
            Ben pasa literalmente una mala noche en el museo , en el museo como metáfora del caos global, donde subyace el gran desacierto semiológico del film, amén  de sus limitaciones etnocéntricas de película infantil, made in Hollywood.
            La tontería disneyca de la pieza radica en su esquemática visión de las fuerzas y regiones posmodernas en conflicto, dentro del mapa contemporáneo. Así, como en Magic Kingdom y Epcot Center, la inabarcable diversidad del planeta se pretende reducir al clásico cartograma  neocolonial de la caricatura xenofóbica y racista de tiempos pasados, bajo el encasillamiento cultural del parque temático americano y americanista, aunque al margen de las tesis republicanas. En realidad parece tratarse de Una Noche en el Museo de los antiguos simulacros y fingimientos del partido demócrata.
            De tal modo, el plano de la obra se comprime a la escala de una minibabel caricaturesca en claro devenir hacia una forma cómoda y espectacular de melting pot: los salvajes latinos a un lado, los no menos peligrosos asiáticos por el otro, los animales africanos a la jaula porque no hay manera de domesticarlos, los europeos enfrentados a los yanquis, los dudosos antepasados de occidente en vías de reivindicación (incluyendo al simpático de Colón),  y los aborígenes al terreno de los mea culpas en clave de Pocahontas y Danzando con Lobos, mientras que el padre fundador (a caballo) recibe los mejores tratos humanistas por parte de los directores y creadores. No en balde es interpretado por el popular y populista,Robin Williams. Un cuadrito ya expuesto, superado y revendido.
            Quizás lo peorcito del planteamiento conceptual de la cinta, es el conflicto central del argumento, donde se evidencia una lectura, sonsa, del choque entre el medio oriente y el longevo estamento gubernamental de USA, representado en la figura de los ancianos vigilantes del museo, resueltos a saquear el patrimonio del pabellón egipcio para garantizar su perpetuación como especie, su voluntad de poder, su fuente de energía y poco más.
            Ello desata la anarquía y el  desconcierto del microcosmos, dando lugar a una aventura vaquera de saqueo, rapto, huida, persecución y reconquista, con diligencia fantasma incluida, a la usanza de Asalto y Robo al Tren. La resolución de la trama brinda al héroe westeriano la oportunidad de lucirse ante la audiencia y ante los suyos, al recuperar el arca perdida, tras aplacar a los forajidos del viejo oeste, devolviendo así el orden y la armonía, retroprogresista, al Museo como metáfora del mundo.
            Por consiguiente, según el trasfondo del guión, el actual desorden internacional radica en un pecado original de piratería y despojo, cuya responsabilidad y culpabilidad recae en las figuras patriarcales de autoridad, diseñadas por el film a imagen y semejanza de la cúpula Bush-Cheney. Todo lo cual, sólo podrá ser redimido en una batalla generacional contra los abuelos rateros.
           El resto de la moraleja insiste en la cursilería bien pensante y políticamente correcta, dejando satisfecho a ese pequeño Noam Chomsky que todo izquierdista ñoño, como Ben, lleva por dentro: al medio oriente hay que regresarle su botín, espiritual y territorial, para que las cosas vuelvan a ser como antes, como en los cuentos de hadas, como en el arca de Noé, como en el paraíso. Todos juntos y contentos, sin distingo de razas y especies, respetando las diferencias y abogando por las tolerancias de siempre, pero sin llegar a descontar a un Big Brother, Stiller, que se encargue de controlar la pea, desde las alturas, con su sonrisita paternal y su visión panóptica de carcelero.
             Para la película, el mundo utópico es ,en definitiva, una prisión amable y museable, un  poco al estilo de lo que es hoy Alcatraz, en la que los internos puedan hacer lo que se les pegue la gana, siempre y cuando sigan las reglas del lugar, manteniéndose en sus respectivas celdas. La función del carcelero Stiller será ,entonces,  fungir como perro guardián del rebaño hippie, vigilando y castigando de manera benevolente. Después de todo, Una Noche en el Museo habla de orden dentro del desorden, como metáfora de la aldea global. Y esta aldea global de museo, a pesar de los pesares, todavía sueña con una policía mundial, que sea pana, como la ONU, como el casco azul del protagonista.
              II     
              Ciertamente, hay un ligero distanciamiento frente a los modelos de representación del típico museo de ciencias, sin embargo, la cinta acaba por relegitimarlos, al no atreverse a deconstruirlos por completo.
              Ben Stiller, como buen emblema de su época, rehuye de la dureza implacable, para resignarse a una revisitación light del desorden del tercer milenio, situándose en un espacio geopolítico de confort, en el que la corrección moral se confunde con el optimismo pacifista de los finales felices.
             

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