El segundo beso

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Durante el primer paseo de sol sabatino. Mientras los pájaros cantaban, celebrando la primera mañana del fin de semana sin saber la diferencia entre mañana del sábado y mañana de un día cualquiera. Cuando los periódicos se vendían con más fruición que los otros días. Durante el día sagrado de los judíos, llegué y la vi, estaba seguro de que ese sería el momento de profanar sus labios por segunda vez en mi vida, y en la suya.
Cubierta con una bata blanca tipo batola indígena, semejante a las que usaba Soledad Bravo en sus recitales, aunque la que gastaba Carla era de algodón, estampada con la imagen de un sonriente Mickey  Mouse. Sentada al borde del colchón del box; con las piernas cruzadas. Las pantorrillas delgadas rasuradas y tostadas sobresalían del ruedo verde de la bata de marras. Sus pies abrazados con medias de colegiala se posaban dentro de unas sandalias caseras. Bajo la tela se observaba que a excepción de la pantaletita color ocre no tenía más vestimenta que ocultara su piel. Su rostro sin maquillaje y su cabello revuelto y salvaje de recién despertada.
 

-¡Hola mi amor! Tas´ buenamoza Carajo –, dije deslizándome sobre el colchón, boca abajo y acercándome hacia el extremo del cuadrilongo.
 

-Si vienes a joder me lo avisas – me dijo con falsa indignación.
 

 

-No mami deja de defenderte cada vez que acerco.
 

-No, no me defiendo, porque tu no eres ningún peligro para mi
 

-Exacto yo solo quiero quererte
 

-No te voy a responder –; se volteó hacia la televisión ignorándome.
 

-No me respondas-, remedándola y  acostándome boca arriba sobre el colchón.
 

En la tele daban un programa acerca del modo de alimentación de los elefantes. El documentalista, un tipo que se parecía a Jon Voight, explicaba que los paquidermos podía destruir un bosque entero brotado de Acacias. Con sus trompas los proboscidios derribaban los árboles de acacias buscando en las ramas altas alguna hoja de su predilección, al no encontrarla dejaban los restos de árboles, ramas caídas, hojas hechas pedazos, y flores vueltas piras, regadas en el bosque destruido y se iban en manada a buscar comida en otro lugar. Al año siguiente, regresaban al arrasado bosque encontrando que en el lugar donde estaban las acacias ahora están miles de aglomeraciones de hierbas. Explicaba el documentalista que pudiera pensarse que los elefantes al derribar los árboles estaban “sembrando” un nuevo cultivo de hierbas para garantizarse su alimento durante la temporada siguiente. Aunque también puede concluirse que las hierbas habían “ideado” un plan que consistía en suministrar energéticamente a los cuadrúpedos, logrando que estos destruyeran los árboles que copaban el terreno fértil, garantizándose así la permanencia y supremacía en esos bosques. O para explicarlo mejor entre los artiodáctilos y las artéticas existía un acuerdo para sobrevivir el uno comiéndose al otro.
 

-Son marihuaneros –, traté de bromear-; les gusta la hierba.
 

-Si como tu digas –, comentó Carla con fastidio.
 

-Irónico ¿No? Tener que aliarte con un animal para sobrevivir, y sobrevivir para que ese mismo animal termine comiéndote y así justificar tu existencia.
 

-¿Qué estás haciendo? –, preguntó con cómplice sonrisa en los labios.
 

-No se dime tu ¿Qué te estoy haciendo?
 

-Me estás haciendo sentir lástima –, enseriando su rostro y tratando de penetrarme con su mirada.
 

-La lástima genera compasión  – dije, incorporándome sobre el colchón y acercando mi rostro al suyo; susurrando- ¿Te compadeces de mí?
 

-¿Debería? –, imitando mi susurro.
 

-Tal vez – arqueando mi ceja derecha y sonriendo. Pasé lentamente mi mano derecha sobre su mejilla izquierda, llegué a su oreja, fui bajando hasta la nuca, la acerqué hasta mi y la besé. Suave y lentamente fui moviendo mis labios acariciando su boca inmóvil con la mía de manera parsimoniosa. Su boca sabía un poco mejor que hace nueve años, ella comenzó a mover sus labios un poquito e iba respondiendo tenuemente a mi beso, luego más intenso, se movía más. Incorporaba mi lengua, ella la suya adornada y traspasada con un piercing plateado, y así fuimos incrementando la intensidad hasta que sentí su manita sobre mi mejilla derecha, acariciándome con ternura. Luego de unos segundos alejó su boca sin brusquedad y sonrió. Noté que a diferencia de mi no había bajado los párpados para disfrutar mejor del ósculo.
 

-No te rías por favor –, solté de una forma que debí inspirar lástima.
 

-No vuelvas a hacer eso –. Me dijo con expresión que evocaba un recuerdo grato que deseaba ser olvidado porque hería al reconstruirse en la memoria.
 

-Está bien, no lo vuelvo a hacer –.
 

Me volví a echar cual perro o pereza sobre el box y ambos fijamos nuestras miradas en el televisor, fingiendo que nada había ocurrido.

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