Uno de los escritores más importantes de la literatura norteamericana y quien mejor encarnó los propósitos de aquella generación pérdida. “Si decimos que una obra fallida es aquella que no responde a las esperanzas que ella misma despierta, de una existencia también podemos decir lo mismo. A la postre, la de Francis Scott Fitzgerald resultó ser una existencia fallida, aunque alumbrará en ella algunas de las obras maestras de la literatura de todos los tiempos”[1]. Si bien Fitzgerald no responde como creador a las consideraciones que se ajustan a la esencia de ser un maldito (Poe, Baudelaire, Rimbaud, Jarry), pues su vida si nos brinda detalles que nos permiten verlo como tal. Los biógrafos más interesados en su vida afirman que el origen de su inseguridad, la que le haría beber y buscar el éxito con el mismo ahínco, se remonta a la infancia del escritor. Aunque no cabe duda de que los datos más interesantes sobre la vida y obra del escritor se concentren en sus experiencias a partir del matrimonio con Zelda Sayre, quien sería la musa para todas las chicas doradas de sus novelas.
Desde su primera novela “Al Este del Paraíso” publicada en 1920 el éxito siempre le sonrió, al punto de que Fitzgerald llevó una vida semejante a las de las estrellas más famosas del cine estadounidense. Lo cual le permitió al matrimonio llevar una vida de excesos y desenfrenos descarnados en las más virulentas de sus páginas. Disipaciones que se ensombrecerían terriblemente tan sólo un año después. Tras el nacimiento de su primera hija, Zelda sucumbe a una suerte de locura que arrastraría a Fitzgerald al lado más oscuro de la mente humana. Ella tiene que ser recluida para que la guinda del pastel fuese colocada por el destino. La clínica donde fue confinada fue víctima de un voraz incendio en 1948 y bajo el fatídico cobijo del fuego, Zelda muere calcinada. Fitzgerald cae preso de nuevamente de sus propias inseguridades. Es también entonces cuando el dinero -verdadera obsesión del escritor- comienza a faltar. Una vida al revés, como la de Orson Welles, que comienza con el éxito y a partir de ahí es una constante cuesta abajo en todos los aspectos.
Tres de sus posteriores novelas van a revelar, desde el aspecto biográfico, los rasgos malditos de una vida que no llegó a ser más que el oscuro rostro del éxito. “Hermosos y Malditos” (1922) retrato de los felices años veinte, de la llamada edad del jazz. Parte de la historia de una pareja de recién casados, Anthony Patch, de Nueva York, y Gloria Gilbert, de Kansas City, y sirve a Fitzgerald para describir la decadencia de un (su) matrimonio y de una sociedad hedonista donde la belleza y la fortuna son siempre demasiado fugaces. Es una historia de amor arruinada por el narcisismo de los enamorados, una sátira echada a perder por el hecho de que Fitzgerald no logra desvincularse de sus personajes y un estudio del cinismo arruinado por la agudeza. A ésta le siguieron algunas narraciones menores, pero en 1925 aparece “El Gran Gatsby”, quizás la más famosa de sus obras y no menos amarga. Entre 1922 y 1925 cuando aparece Gatsby, el matrimonio Fitzgerald continúa el derroche, abandonan Long Island para radicarse en París. Zelda sostuvo amoríos con un piloto francés, después de los cuales tuvo un aborto, y aun cuando la vanidad –que no era poca- de Fitzgerald quedó herida, y sus convicciones, de un puritanismo congénito, fueron ultrajadas de modo pavoroso, guardó silencio sobre aquel asunto. Supuso que ese trance le había ayudado a alcanzar la madurez. Tras unos fallidos intentos de hacer vida en Italia, vuelve a Francia en donde sus problemas con la bebida se intensifican. En “El Gran Gatsby”, al igual que en otras historias de amor marcadas por la tragedia, la enloquecida ilusión, la pasión en los ojos y en el corazón, el sueño de amor eterno, no llevará a sus protagonistas a la deseada felicidad, al imaginado paraíso, sino por el contrario, los azores de la vida los empujarán hacia el fracaso, hacia la soledad y hacia la muerte. Si como escribió una vez Hemingway: “Cuando dos seres se aman, la cosa no puede tener un final dichoso”, El Gran Gatsby es una amarga y dolorosa comprobación de esa frase[2].
En “Suave es la Noche” (1934) vuelve a apuntar a la amargura de una sociedad ya decadente. La áspera realidad que se pinta en las páginas de la novela tiene un enclave con “La Tierra Baldía” de Eliot en las pérfidas imágenes que combinan languideces y horrores de un alma atormentada. El fracaso de Fitzgerald esta vez será rotundo. Los lectores, abismados por las penurias de la década del 30, fatigados de tanta decadencia, buscaban refugiarse en novelas utópicas que les brindarán esperanzas con la finalidad de escapar de la dura realidad. La novela es la historia de un psiquiatra y su esposa neurótica, que se destrozan el uno al otro. Detrás de la historia se percibe el viaje de Fitzgerald hacia el abismo, hacia el descenso sin retorno para dejarse consumir por la catástrofe irremediable. Era su bancarrota emocional refrescada por la ingesta de 200 cervezas diarias. Era el final que ni la fantasía y la irrealidad de Hollywood pudieron rescatar.
Por: Valmore Muñoz Arteaga