MERCEDES FRANCO, CRÓNICA CARIBANA

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Les entrego un fragmento del segundo capítulo de la novela de Mercedes Franco, Crónica Caribana:

II

Navegamos al sureste con buen viento. Al atardecer, después de la comida, se encendieron los faroles, cantamos en pleno el Ave María y dimos gracias al Señor por aquella primera y plácida jornada. Al aparecer la luna abrimos una botija de vino y brindamos por el buen éxito de la expedición. Gentile y su amigo veneciano comenzaron a cantar una sutilísima canción, “Tincto d’amore” y al rato me les uní, porque bien la conocía.

El joven Orsini tañía excelentemente el laúd y mientras libaba mi vaso de vino, iba yo reparando en su rostro delicado, barbilindo, su pálido cutis nacarado y sus ojos transparentes, que parecían verter una miel espesa sobre todas las cosas, endulzándolas y embelleciéndolas. Sus rizos leonados, apenas ceñidos por un gorro de terciopelo carmesí, resbalaban suavemente por su amplia frente y bañaban sus mejillas arreboladas. Me pareció estar ciertamente en presencia de una doncella, la más cautivadora de cuantas hubiese visto hasta entonces. De no haber notado el odioso bulto de su virilidad, merced a lo ajustado de sus calzas rojas, hubiese aseverado que en verdad se trataba de una muchacha núbil, tan amables se me antojaban los rasgos y ademanes de aquel agraciado zagal.

Gentile me sonrió, y enrojecí al pensar que hubiese advertido el arrobado asombro con el que contemplaba yo a su amigo. Seguí cantando y pronto lo hicieron también los vizcaínos, y hasta Benjamín Villa, con su silencioso amigo Moreno de Málaga.

Al cabo de unas horas estábamos todos cantando, abrazados, gayos los corazones y las gargantas desnudas y alborozadas por la gloria secular de la uva. El vino había logrado su misión. Hacia la media noche yacían vacías junto a nosotros una media docena de botijas. Los vizcaínos acometieron de pronto un aire de su tierra, bastante movido y enrevesado, y cantaban con grato acento una canción que ninguno de nosotros podía seguir, por lo confuso de la jerigonza en que suelen entenderse. El joven Orsini los acompañaba con su laúd.

Bailamos todos, pesada y alegremente, estremeciendo el maderamen de cubierta con nuestra danza. Los indios nos observaban silenciosos. Mis negros Horacio, Virgilio y Cesco, llevaban el compás con palmadas, sonrientes. Todo era contento y armonía, parecíamos guiados por Dios y nos felicitábamos de nuestra buena ventura.

En poco menos de una semana divisamos la risueña isla que los nativos llaman Boluquen o Boriquen y los españoles San Juan. Su ciudad más importante tiene bien ganado el nombre, Puerto Rico, que según dicen es uno de los mejores y más regalados por la naturaleza. Es una villa de comercio, con mucho bullicio, como todo puerto que se respete.

Tiene un excelente mercado de esclavos, aduana, casa de fundición y tesorería real. La han atacado varios corsarios y por eso se ha ponderado mucho la necesidad de construir una fortaleza en la roca viva.

Para el momento en que pasamos frente a ella, relucía como nimbada por un aura deliciosa, al dulce fuego crepuscular. Se veían muchas naves a su alrededor y varios marinos nos saludaron con regocijo, a lo cual correspondimos. Desde el barco se veía una casa grande de piedra, el único bastión que poseía San Juan, la casa fuerte de los Ponce de León.

Eran las once de la mañana de un claro domingo, catorce de diciembre y todas nuestras esperanzas estaban puestas en el viento que tan amable nos había resultado y en aquella mar azul, abierta ante nosotros alegremente, como las mozas de los puertos. No podíamos esperar más que bonanza de aquel piélago que tan bien nos acogía, prometiendo llevar nuestra nave sin ningún sobresalto hasta nuestro destino final, la muy nombrada Margarita, paraíso incomparable donde todos los sueños de riqueza y fama que alberga el corazón del hombre se dan, en virtud del maravilloso tesoro que guardan sus aguas.

La noche fue discreta y sosegada. Entre sueños, estuve oyendo cantar a una mujer enamorada. Eran arpegios delicados, sones dulcísimos, que me llenaban el alma de añoranzas por recordarme los suaves cánticos y arrullos con que mi madre bordara mis noches infantiles, allá en mi Liguria natal.

No podía verla, pero estaba seguro de la hermosura y lozanía de aquella dama, de su exquisita mirada triste, tan sólo por el aroma inefable de su cuerpo, muy semejante al de los jazmines blancos que crecen silvestres en los campos de España y Portugal durante la primavera.

En la duermevela que precede al alba estuve tratando de retener la indeleble dulzura de su olor, mezclado con el ácido salitre de la fuerte brisa marina que entraba por la ventana de mi camarote. No quería despertar por no alejar de mí los incomparables efluvios de aquel perfume, ni el lánguido cantar de la doncella, cada vez más distante y nostálgico.

Por fin golpeó la realidad mi rostro y mi cuerpo entumecido. Hube de despertar aún envuelto en el vago halo fragante que dejara la dueña de aquella voz serenísima. El hosco aliento de la mar volvióme a mi camarote, no estaba en ningún jardín celeste, como había creído hasta hacía poco.

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