PRÓLOGO.
Siempre me gustó pensar en las fugas de Morelia. Era divertido imaginarla empacando su ropa, doblando sus pantaletas, amuñuñando sus medias, colocando sus topcitos con inscripciones en inglés y sus bluyines a la cadera y bien ajustados para disimular su delgadez, metiendo en la maleta sus peluches de Mickey Mouse, sus calcomanías de Justin Timberlake y sus cds quemados de Jorge Celedón.
La imagino sobreactuando sus tristeza, exagerando sus gritos al partir y gruñir que nunca volvería a “esa maldita casa”. La visualizo bajando los catorce pisos por las escaleras, (aunque antes vivía en planta y le era más difícil retardarse), esperando que alguien vaya a intentar detenerla. Y sé, o al menos imagino, que llega a casa de su novio, el maldito delincuente qué, quien sabe como, se convirtió en fiscal de tránsito. Luego puedo pensar en ella haciendo el amor con ese infeliz, fingiendo un orgasmo exagerado para satisfacerlo y yendo al baño a mirarse al espejo y llorar como boba al darse cuenta del desastre en que se había convertido su existencia.
No siempre fue así, hubo un tiempo en qué éramos felices. Eran los tiempos en que correr por un estacionamiento vacío, lamer el bol donde se preparaba la torta e imitar los pasos de baile de Michael Jackson eran nuestra mayor felicidad, al igual que el tenernos el uno al otro.
Su última fuga fue hace tres meses y, esta vez, parece qué fue para siempre…
PRIMERA FUGA.
-Morelia se fue.
-¿Para dónde? –, pregunté con desgano.
-De la casa Juan, de la casa. Se fue, dejó esta nota que dice que no volverá -. No podría decir que lo decía agitada, pero por lo menos perturbada estaba la mamá de Morelia.
La nota, plagada de errores ortográficos y frases adolescentes, alegaba razones libertarias para la fuga, vainas de carajitos, argumentos de RBD. Tonterías del tipo “es que mi mami no me da libertad y no puedo ir a fiestas y no puedo salir y no puedo tener novio”. ¿Sandeces de adolescente? Sin duda, pero mi visión en ese momento fue apocalíptica, tétrica, espeluznante, creía que Morelia había cumplido la promesa que me hizo en el estacionamiento del centro comercial que habíamos visitado hacía dos días.
Era el viernes en la noche, todo estaba listo para la fiesta, solo faltaba que alguien fuera a buscar la torta en horas de la tarde, saliendo de la fiesta para ir a la repostería, buscar la torta y traerla al salón sin que los invitados se dieran cuenta ya que mi mamá les juró que ella la había preparado y decorado luego de horas de esfuerzo. Morelia y yo nos ofrecimos a hacerlo; ella acababa de recibir su primer carro de manos de su padrastro, pero todavía no sabía manejar, yo sabía manejar pero mi padrastro era un hijo de puta. Era uno de nuestros juegos, eso de decirnos hermanastro por casualidad porque nuestras madres se habían divorciado y vuelto a casar en los mismos años, en los mismos meses y con dos hombres que eran diametralmente opuestos, aunque nuestro desprecio por ellos era exactamente igual. Jugábamos aunque no éramos niños. Conducíamos aunque no éramos adultos. Odiábamos, y lo hacíamos con fuerza. ¿Amábamos? No, todavía no, pero pronto lo haríamos.
Lo planeado se ejecutó, salimos sigilosamente de la fiesta de primera comunión de mi hermano, tomé el volante del Sierra de mi hermanastra casual y conduje con ella de copiloto hasta la repostería. Estacionamos en el centro comercial, llegamos e intercambiamos el ticket por la torta excelentemente decorada y fuimos de vuelta al carro para volver a la recepción. Pero Morelia, que había exhalado naturalidad a lo largo del recorrido, que había decidido no alterar su expresión a pesar de la turbación que llevaba consigo, no pudo aguantar más y apenas cerré el carro y me disponía a encenderlo para regresar, estalló en llanto.
-¡Coño Juan, ya no aguanto más!
-¿Qué es lo que no aguantas más, qué te pasa?
-Es ese malparido, ese hijo de puta. Estoy cansada de él.
-¡Bestia!, ¿ya te cansaste y apenas llevan seis meses casados? Imagínate, yo llevo lo mismo con mi padrastro y aunque no me ha regalado un carro como este no me he cansado de él, he aprendido a lidiar con ese cabrón.
-Pero yo no puedo Juan, sencillamente lo odio.
-¿Por qué? Tú sabes bien porque odio al mío, pero porque odias al tuyo.
-¿Nunca has odiado a nadie sin saber por qué? ¿Nunca has sentido que te mueres, que te ahogas cuando ves a los ojos de alguien, cuando lo escuchas comer, cuando lo ves sentado en shorts viendo la Fórmula Uno, fumándose un cigarro en la ventana para no apestar la casa, cuando lo ves en medio de la cocina preguntándose donde guarda mi mamá la mostaza, cuando sabes que se está bañando y afeitando al mismo tiempo, cuando ves sus medias sucias en la cesta, cuando hueles sus peos, cuando escuchas sus eructos, cuando das oídos a sus chistes vulgares, pero sobre todo, cuando lo oyes haciendo el amor con tu mamá?
-Vaya, estás mal pequeñita.
-Mucho Juan, más que mal, estoy asustada y estoy pensando en suicidarme: Tengo un plan, quiero irme a La Guaira un día y arrojarme a una de las playas, desde el rompe olas y nadar hasta quedarme sin fuerzas y ahogarme feliz.
-Me parece un buen plan -, le dije, dándole la razón como se le da a los locos, exhibiendo una cínica sonrisa y preguntándome si algún día ella entendería que debajo de mis ironías siempre se esconde una preocupación conservadora y de doña ante lo que pueda pasarle.
-¿Crees que miento?, no lo sé, dímelo tú. ¿Mientes?
-No Juan, lo voy a hacer ya verás.
Lo que me preocupaba, lo que alentaba mis sospechas de que aquella promesa de inmolación se había cumplido, es que en medio de tanta frasecita hecha, en medio de tanto, “Ay que triste es mi vida en medio de este yugo”, atravesado entre un “mamá, estoy cansada de decirte que me dejes vivir, que confíes en mi” y un “es lo único que puedo hacer para que me tomes en serio y empieces a respetarme”; se colaba un terrible “voy a ver que pasa cuando desaparezca de la vida de todos para siempre, ¿entendiste mami? PARA SIEMPRE”. Y eso me aterró, esa sentencia, ese arrebato que parecía surgir de una suicida seria y no de una adolescente que amenaza con suicidarse si no se cumplen sus caprichos.
Comencé a mortificarme a inocularme preocupación y desespero, empecé, sobre todo, a preguntarme por qué no le di un buen consejo y por qué la alenté con mi frase irónica, con mi supuesto sentido del humor postmoderno. Por qué cometí la imprudencia de no tomarla por los brazos y decirle que contara conmigo. Por qué soy tan idiota, fue la frase que pululó en mi cabeza durante horas y durante los tres días que no estuvo conmigo.
Salí a buscarla, fui a la universidad y hablé con sus compañeros de clases, con esos malditos que tan mal me caían, con esos futuros periodistas qué, una vez se lo dije a Morelia, si de verdad tendrán en sus manos el control de la información estaríamos perdidos; pero ellos no supieron darme razón. Luego fui a la esquina de la marihuana, que era una esquina, ¿de verdad hace falta que lo aclare?, donde vendían marihuana y donde Morelia y yo experimentamos muchas veces, recordaba que allí se había encandilado con el gordo, un farmaceuta que utilizaba los envíos de antibióticos para traficar la heroína que le vendía a los nenes de San Antonio de los altos y que nos permitía fiarle la marihuana que fue, la única droga que nos atrevimos a consumir (después de que yo me atreviera se atrevió ella) mientras veíamos a los baby-faces sanantoñeros trasegarse con las “Drogas fuertes”.
Ese era nuestro juego, el atrevernos: Cuando teníamos unos seis años y encontramos unos gusanos de seda, si me atrevía a tocarlos ella se atrevería a hacerlo. Luego queríamos saltar desde el único escalón de las escaleras y si yo me atrevía a hacerlo ella también. Después fue cuando nos propusimos correr en ropa interior por los alrededores del edificio que compartíamos si yo me atrevía ella también. Y luego, cuando las hormonas nos increpaban por compañía pero nuestros corazones no se decidían a llenarse del amor, yo le propuse que jugáramos a desvestirnos
-Súbete la falda
-Lo hago si te bajas el pantalón.
-Muéstrame lo que hay debajo del sostén
-Lo hago si me muestras el trasero
-Bájate la pantaleta
-Lo hago si te bajas el calzón
-Ven a besarme
-Lo hago si tu me besas primero
-Hagamos el amor
-Lo hago si eres tú el que guías.
¿Por qué no me pediste que me suicidara primero para tú hacerlo después?, me seguía atormentando mientras dormía, al tercer día de estar desaparecida y justo antes de despertarme decidido a contarle a Antonia que yo conocía los planes suicidas de Morelia y que no tuve el valor de detenerla, que si debían buscar en algún sitio era en La Guaira donde seguro estaba flotando el delicado cuerpo de mi amiga y hermanastra casual, de mi primera experiencia, de esa niña que había decidido que yo gobernara sus atrevimientos y qué, de pronto, se había alejado de mí hasta resultarme, la tarde de la búsqueda del pastel, una completa desconocida que decía incoherencias solo dignas de una ironía simplista de mi parte. Tenía que decirle a Antonia que era un cobarde, que era un marico sin valor de detener a esa niña antojadiza qué, sin decirlo, pedía mi protección y recibió un chiste malo como respuesta.
Me vestí con premura, fui hasta su apartamento de planta baja y al asomarme por la ventana encontré a Antonia haciendo un café. Pobre, debe llevar tres días sin dormir, pensé de inmediato. Toqué la puerta y al ella abrirme, me abalancé sobre sus cuello y llorando le pedí perdón:
-¡Todo es mi culpa!, yo no la detuve a tiempo, ella me dijo que iba a hacer, pero ya sabes que soy un maricón, por favor perdóname, ella seguro está muerta, seguro está en el estómago de un tiburón o una ballena porque fue a suicidarse al mar, o a lo mejor la encontró un desgraciado qué, al verla triste, la violó y la tiene secuestrada, soy un imbécil, un idiota, no podré vivir con esto…
Luego de decir todo eso sin pausa, ella me despegó de su cuello y, con una enorme sonrisa en los labios me señaló hacía el interior del apartamento. Allí estaba Morelia, riéndose a carcajadas y preguntándome que porqué era tan dramático.
-No debes tomarte tan en serio las depresiones de una adolescente -, me dijo Antonia, volviendo a la cocina para retirar la olla de la estufa y colar el café. –Yo sabía que iba a volver, después de todo es solo una niña de 18 añitos pasando por su etapa, seguro tú también tienes tus momentos.
-Cierto Juan, aunque gracias por preocuparte -, me espetó Morelia con indiferencia, casi podría jurar que le molestaba mi presencia y mi preocupación.
-Eh, bueno… -; debo haber lucido como idiota balbuceando frente a las, ya reconciliadas, madre e hija.
Para disimular mi ridículo, acepté tomar la taza de café que Antonia me ofreció y escuchar como Morelia me decía que solo estaba escondida en casa de una amiga. Cuando partí, luego de dos horas de incómoda y mediocre conversación sobre la adolescencia y la rebeldía que la acompañaba, le dije a Morelia:
-Cuando vuelvas a fugarte, asegúrate de que yo no me entere, no quiero ser el idiota que llora con los escapes falsos de una adolescente caprichosa.
-Vete a la mierda Juan. Tú me follaste por primera vez, ¿lo recuerdas? -, parece que no se avergonzó al decir eso frente a su madre-. Así que seguramente, no te molesta saber que tu primera chica está en peligro y que debes preocuparte por ella.
-Vete tú a la mierda -. Tranqué la puerta con rudeza y juré que nunca volvería a hablar con Morelia.
Así fue, hasta dos semanas después, cuando Antonia murió y me llamaron de la funeraria donde trabajo para que fuera a buscar y preparar el cadáver y al llegar me recibió Morelia, abrazándome y diciéndome que necesitaba un amigo.
Continuará…