“La justicia es un pasto que solo puede crecer en la tierra fresca y fértil de una democracia vivaz, abonada ésta, por la boñiga de la ciudadanía. Y es que solo abonando, dándole vida a nuestra democracia, podremos existir dignamente. Yo sé que ustedes han escuchado a miles de políticos venir a hablarles, soltarles frases rimbombantes y grandilocuentes que, al final, son pura hipocresía. Sí, yo sé que ustedes han de estar hasta la coronilla de oír constantemente las mismas promesas incumplidas, de ver a los mismos señores encorbatados que vienen a robarse sus sueños. Pero yo soy distinto, yo, el diputado Mejías…”
Realmente era insólito que ese señor considerara que mis palabras merecieran respeto, que las leyera con ese énfasis y que realmente creyera que podrían convencer a alguien. “El pueblo es estúpido”, me dijo después, mientras compartíamos una cerveza, celebrando una encuesta que lo colocaba a solo dos puntos del candidato líder.
Yo había escrito esas palabras mientras descargaba los efectos flatulénticos de unas caraotas con malta que había comido, ya que en casa no había nada mas que comer porque, encerrado en mi depresión, no había querido hacer la compra.
Era natural, a cada expulsión desde el flato venía una frase para ponerle al ignorantón diputado y candidato a la reelección. Ha de ser por eso que llamo al pueblo boñiga. Pero, que importa, un idiota como Mejías jamás se enteraría que boñiga es sinónimo de estiércol. Por otra parte, tanto Mejías como todos los políticos del mudo, consideran que el pueblo es boñiga, hienda, majada, estiércol; mierda pues. Seguro cualquier psiquiatra freudiano hubiera hecho festín con la indigna pieza discursiva que preparé para ese cretino.
A veces, uno no puede dejar de lado los pensamientos absurdos, estos vienen como zancudos a acosarnos y no nos dejan tranquilos hasta picarnos lo suficiente como para terminar su vuelo y su revoloteo satisfechos de nuestra sangre, esa sangre maldita que, horas después, habría de servir para alimentar el cuerpo de mi flaca. Coño, dice mi conciencia, esa metáfora de pensamientos que acosan como zancudos que no te dejarán hasta satisfacerse de tu sangre, ya la había escuchado o leído en alguna parte.
Cuando La flaca iba en el auto de su padrastro persiguiendo a El gato, una gandola repleta de gasolina, se atravesó en su camino, o habría que decir que ella no vio el semáforo en rojo que le ordenaba pararse frente a la salida de Los Cerritos, no porque estuviera transida de dolor, llorosa, triste y aturdida, sino porque, ¿Quién se detiene ante un semáforo a las doce de la noche? Según sé, El gato estaba haciendo lo de siempre cuando ella llegó, lo vio, y comenzó a rogar. Esa era una costumbre muy de ella, echarse al suelo a rogar que no la abandonara, llorar y pedir perdón por ofensas no cometidas. Yo recurría a los previsibles lugares comunes de la consolación, a las frases manidas sobre la necesidad de que las mujeres deben valorarse a si mismas y no andar implorando amor, que los hombres solo queremos sexo, en fin, la aturdía con palabras que ella ya conocía y que ignoraba cuando yo se las decía.
A eso de las cuatro de la mañana, Zuliana, la mamá de La flaca, se disculpaba por haberme despertado y me preguntaba que tipo de sangre corría por mi torrente. Sangre estúpida, me provocó responderle.
-O.R.H. + -, le dije.
-Entonces vente para el Victorino, mi amor.
-¿Por qué?, ¿qué pasó?
-Ese malparido -, dijo mientras empezaba a llorar-. La jodió, a La flaquita, ella lo persiguió, y casi se muere.
-Bien, voy para allá, ¿necesita una transfusión o una donación? –dije, fusilándome un diálogo de ER. No hubo tiempo para la respuesta.
Llegar al Victorino Santaella, alrededor de las cinco de la mañana, no es nada agradable. Entras por la sala de emergencias, atraviesas un pasillo que se interconecta con la salita de esperas, avanzas hasta las salas de RECUPERACIÓN, TRAUMATOLOGÍA INFANTIL, TRAUMATOLOGÍA ADULTOS, luego llegas a la SALA DE TRATAMIENTO, donde los pacientes se arropan con sus propias cobijas, andan en chancletas que dejan ver sus pies surcados por los hongos y sabañones, se sientan en unas sillitas de plástico una junto a la otra, sostienen con sus manos las bolsitas de solución en las que agregan las medicinas que los alivian del dolor, pero que ni los curan de sus enfermedades ni los alivian de su pobreza. Más allá hay una fila enorme de pacientes, que pelean por sus turnos y por las sillas disponibles, son los que van para cirugía, mientras camino por el pasillo que culmina en unas puertas plásticas con dos huequitos de plásticos tapados por pedazos de batas médicas ya usadas y que guardan algunas manchas de sangre seca, quizás de otra chica desesperada por los celos y que murió en la carretera persiguiendo a su infiel novio.
Finalmente un doctor me indicó que La flaca muy probablemente estaría en TRAUMATOLOGÍA ADULTOS, esperando por el donante de sangre y los materiales para luego subirla a cirugía.
Zuliana me detuvo en la puerta de las habitaciones colectivas de traumatología, y antes de permitirme ver a La flaca, me haló por el brazo y me llevó al sótano, ya en el banco de sangre me tomaron la tensión y me pincharon un dedo con una agujita extrayendo unas gotas de sangre que aplastaron en unos cuadritos de plástico. La enfermera que me hizo la toma, se retiró con el cuadrado ensangrentado, y le dio paso a una gordota varicosa que me increpó.
-¿Usted ha ido a prostíbulos recientemente?
Yo traté de ocultar mi incomodidad por la pregunta y respondí con voz seria -. No.
-¿Usa drogas como heroína, compartiendo la jeringa con otras personas?
-No.
-¿Le gusta participar en orgías o en sesiones de sexo grupal?
-No.
-¿Alguna vez ha sentido dolor en el pene después de tener relaciones sexuales?
-No.
-¿Tiene piercings o tatuajes?
-No.
-¿Alguna vez lo han penetrado o ha tenido experiencia homosexuales?
-No.
-Bien, puede esperar afuera a que culmine la pruebita de sangre y le diremos si está apto o no para la transfusión.
Al salir de la habitación, pude oír como la enfermera gorda y horrenda le decía a la otra, que también era gorda y tenía varices, pero su voz atenuaba su físico, “ja, todos los hombre del mundo son buenecitos, nunca van a orgías o dejan que se los cojan por atrás, ja ja ja .” Yo no podía sentirme más incómodo, afortunadamente siempre llevo un libro conmigo y, para disimular mi achispamiento, me senté a leer El amor en los tiempos del cólera.
Luego de media hora, me acostaron en una camilla, me quitaron mi camisa y me llevaron hasta la habitación colectiva donde estaba La flaca, afortunadamente estaba vacía, lo que me alegra, no porque deteste a los enfermos, sino porque sabía que iba a colapsar cuando viera a La flaca malherida y no quería que nadie me viera afectado, en especial los desconocidos. Porque siempre había sabido como fingir ante la familia de La flaca, pero nunca ante un extraño, los extraños siempre sabían que la amaba, les bastaba ver como la trataba para darse cuenta.
La flaca estaba descalza, con la planta de sus pequeños pies al descubierto y las piernas envueltas en vendas blancas mal selladas por un gancho oxidado. La sabana rota cubría su torso y dejaba al descubierto al cuello y su collarín. Su rostro escondía su expresión siempre alegre y feliz, mostraba unos enormes moretones en los pómulos, unas heridas largas y remarcadas con sangre seca y la boca rota partidos los labios a la mitad, le faltaban dos dientes y la nariz estaba hundida en su punta. Un calor recorrió mis mejillas y me di cuenta que estaba llorando sin sentir dolor, solo por el impacto de verla sin que mi rostro finalizara en su pretensión de mostrarse natural.
La enfermera que llevaba rato en la habitación esperando por el donante, me indicó que permaneciera tranquilo. Esto te va a doler menos que el pinchazo que te dieron abajo. La goma que colocó en mi antebrazo me recordó la vez que La flaca y yo probamos la heroína, no sentí el pinchazo, ni me importó la sangre que salía de mi brazo, solo me concentré en apretar la pelotita roja que me dieron para apretar y desapretar mientras la sangre se iba de mi brazo hasta el brazo de mi flaca.
Luego de veinte minutos (quizás fueron más, quizás menos, ¿cómo saberlo?), la enfermera me quitó la aguja y dijo, que ya estaban listos para bajarla a cirugía, me dejaron un vaso con jugo de naranja y un sándwich mal hecho y medio rancio, que engullí apurado, me levanté y corrí hacia el cubículo de cirugía, pero antes de llegar un dinosaurio anaranjado se atravesó en mi camino y se burló de mí. Saqué de mi cintura la pistola de rayos láser para asesinar al cretácico animal y cuando le disparé se acercó volando un terodáctilo negro con rayas blancas cuya madre había sido violada por una cebra prehistórica, el terodáctilo me tomó en su pico y me hizo volar por el mundo prehistórico, desde allí arriba, pude apreciar como operaban a La flaca, como le abrían las piernas para incrustarle unos ganchos y como el doctor no pudo ocultar su impresión al verle las piernas perfectas dañadas por la acción miserable de un gandolero que nunca fue identificado y menos apresado. El terodáctilo me llevaba en su boca y se disponía a soltarme en el nido de sus pichones, cuando sentí la mano de Zuliana meneando mi hombro y preguntándome si estaba bien.
-¿Qué pasó? -, le pregunté aturdido.
-Nada mi amor -. Me dijo con tono suave y aliviado -. Es que te desmayaste por la transfusión. Han pasado varias horas, la enfermera te inyectó algo para que durmieras y mientras dormías operaron a La flaca.
-¿Cómo salió todo? -, pregunté con miedo, aunque ahora que lo pienso ese miedo no era por la respuesta (todo había salido bien, según pude ver en el vuelo del terodáctilo), sino por la mierda que me inyectaron.
-Todo salió bien. La flaca está en recuperación. En un rato le asignan habitación y podremos verla.
Continuara…
John Manuel Silva.