El gran cineasta sueco Ingmar Bergman murió el 30 de julio de este año. Si bien lo habitual en estos casos es una saga de lamentaciones, yo solamente quiero dar gracias al dios del cine y de todo lo sagrado, por habernos dado, a través de su linterna mágica, las maravillosas películas de este demiurgo.
Desde películas como El sétimo sello (1957) hasta Fanny y Alexander (1982), siempre tuvo a su inquietud existencial como norte y centro. El ser humano arrojado al vacío, el cual se refleja en el cadáver que el caballero y su escudero (en al primera película mencionada) encuentran luego de retornar de las cruzadas, y que se acentúa en el discurso de la supuesta bruja antes de ser llevada a la hoguera son ejemplos de las búsquedas filosóficas de este director. Luego, en la segunda película mencionada, dos niños deben enfrentarse a los fantasmas de una rígida estructura social, tanto en lo religioso como en lo familiar y educativo.
Ingmar Bergman es uno de los cineastas más influyentes, hoy, a pesar de que en caso de muerte lo que se hace es conmemorar, permítanme celebrar la trayectoria de este enviado de la luz.