Acabo de llegar del automercado y no había leche (una vez más). Me cagaría en la cara del presidente y sus políticas económicas, sino fuera porque tampoco había papel tualé.
Una vez dicho eso:
El 11 de Septiembre es el ‘donde estabas tú cuando el hombre llegó a la luna’ de mi generación. Un evento global cortesía de las megacorporaciones del entretenimiento.
El 11 de Septiembre de 2001 mi vida de pareja estaba en piloto automático hacia la destrucción (si, viene al caso). Todas las mañanas antes de arrastrarme hasta el trabajo encendía la televisión para ver por qué no debía salir.
-¿Um? Un incendio…
Justo cuando me senté en el sofá, chocó el segundo avión. Me quité los zapatos. Bien, señores, tienen mi atención.
Debo confesar que me emocioné. Es inevitable, me emociona la destrucción. Las grandes obras de la humanidad fueron, en el fondo, creadas para eso. Confieso también que esa mañana me divertí cantidad, hasta que la fuerza aérea nos aguó la fiesta cuando obliteró al vuelo 93.
«Se veía venir» y «Se lo merecían» fueron las frases que todos querían decir ese día. La izquierda venezolana, quizás uno de los conjuntos de malditos hijos de puta más mierda que ha parido la humanidad, ‘lamentó’ las pérdidas humanas (si, claro). Los únicos que fueron consecuentes fueron Lina Ron y los bichitos que quemaron la bandera gringa en la Plaza Caracas.
Si, es terrible decir eso, tan terrible como que te maten a alguien como un perro en la calle y tú no puedas decir ni hacer nada.
Hay una especie de tabú con las víctimas civiles de los actos terroristas que no deja de maravillarme, una especie de santidad que no tienen las víctimas de, por ejemplo, las invasiones de ejércitos imperiales o las decenas de miles de civiles que mueren víctimas del hampa en ciertos países más cercanos.
La verdad, mi verdad -perdón- es que los pueblos que se la buscan, se merecen ese tipo de cosas. En los últimos años, la izquierda norteamericana (otra banda de hijos de puta), ha tratado de zafarse del asunto como si Clinton no hubiese legalizado la cárcel de Guantánamo o como si no hubiesen empujado la economía hasta el paso frenético que lleva hoy. Cada uno de esos bichitos que votaron a favor o en contra de Bush son responsables de exigir un ritmo de vida que sólo puede ser satisfecho cometiendo atrocidades contra el mundo. Cuando boten al tipo de la casa blanca el año que viene, todo seguirá igual, pero peor.
Las únicas veces que he sentido algo por esa gente (y a la vez me he sentido como el gusano que soy) es las dos veces que he pasado por el memorial que está frente al Saint Vicent, ahí en Greenwich. Pobres panas, si. Pero quién los manda.
La única forma de salvar al mundo es, quizás, apartando del camino a todas las bolas de grasa que habitan al norte de América y a esos millones de chinitos infelices que se creen con derecho a tener automóviles.
El 11 de Septiembre, recuerdo, se hizo un pelín de justicia. El 11 de Septiembre fui feliz.