He aquí la historia reciente de Venezuela: Un país lleno de riqueza y de esperanza cuyo único problema es que nos administran mal. Es como un caserío del viejo Oeste donde toda la culpa la tiene el alcalde. Pasan cincuenta años de amiguismos e intercambios que corrompen al país y lo dejan prácticamente destruido. Sin embargo, en esta parte de la película entra la musiquita (el soundtrack, pues) y aparece, caminando a lo lejos y de espaldas al sol poniente, un personaje que llamaremos «El Salvador», simplemente porque suena bonito como nombre.
El Salvador es energético. El Salvador es rudo. El Salvador nos recuerda a las películas de vaqueros, esas donde Clint Eastwood está sentado meciéndose en una silla con los pies apoyados en la baranda del porche de la casa y una pajilla en la boca. Su sombrero proyecta una sombra sobre su cara y su actitud es pacífica y sabia.
El pueblo se acerca corriendo y desesperado al Salvador; este los ve venir desde lejos en una polvareda precipitada y desorganizada. El Salvador respira profundo, anticipando lo que va a pasar.
-¡Salvador, Salvador! –grita una doncella al borde del llanto-, ¡los hermanos del clan de Punto Fijo están saqueando el pueblo!
Salvador observa el horizonte. Se prometió que nunca se inmiscuiría en estos asuntos otra vez. Pero el pueblo lo llama. La gente lo necesita. Salvador suspira, se levanta de su asiento y va en busca de sus Colt .45.
Todo el mundo está con Salvador cuando éste entra al pueblo, cociendo a tiros a los malvados, a los responsables de nuestros problemas, hasta dejarlos como un colador. El pueblo, aclamando a su héroe, decide hacerlo Sheriff.
En un principio, el pueblo confía en la gestión de Salvador y no se preocupa cuando éste propone modificar ministerios y reordenar la organización política de la ciudad. El pueblo se asombra un poco cuando empiezan a aparecer los hermanos de Salvador –son seis-, quienes son promovidos a Alcalde, Ministro y demás puestos clave. Total, si Salvador es bueno, sus hermanos también deberían serlo.
Pasan los años, Salvador engorda, ya su revólver no es lo que era antes. Sus hermanos compran fincas y se convierten en ricos hacendados. Los ministerios se multiplican, igual que el gasto público. Pero hay algo de esperanza.
Salvador arguye y explica la lentitud de su gestión: Esto hay que reformarlo, esto hay que renombrarlo, esto hay que inventarlo. Pasan diez años, y ahora sí, ahora Salvador promete que será la última reforma necesaria para producir los cambios necesarios, para lo cual necesita un poco más de tiempo, digamos, hasta el 2021 (por ahora). El pueblo desconfía, muchos permanecen escépticos, pero otros siguen a Salvador y deciden apoyarlo.
Años después, en la esquina de un pueblo aledaño, se encuentra El Redentor, recostado contra el muro de un bar, bebiendo una cerveza. Su barba de dos días y su mirada penetrante dejan entrever a un hombre calculador e inteligente. El Redentor termina su cerveza y la deja en el suelo mientras observa la nube de polvo acercarse rápidamente.
-¡Redentor, Redentor! –grita la hija de la doncella que buscaba a Salvador hace quince años-, ¡el clan del Salvador nos está robando descaradamente!
El Redentor revisa su pistola, le da de beber a su caballo y se monta para cabalgar hacia la ciudad, seguido, como antes, como siempre, de un rebaño de soñadores convencidos como todos en su época, de que su hora ha llegado al fin.
«su hora ha llegado al fin.» ¡Que así sea!