Disparo certero al centro del blanco vaquero. Junto con “Secreto de la Montaña”, el western modélico del siglo XXI, por la calidad de su aire revisionista, ecléctico, subversivo y transformador. Al respecto, “El Asesinato de Jesse James” también contiene un obvio subtexto gay en el marco de la relación edípica, más odio que corazón, de los dos protagonistas. No obstante, la sangre de la atracción homosexual de los pistoleros nunca llega al río.
De cualquier manera, el cobarde Robert Ford sí matará al Bill de la partida, su oscuro objeto de deseo, su ideal platónico. A la larga y como en “Irreversible”, aquí el amor todo lo destruye con el paso del tiempo.
Con su obra maestra, Andrew Dominick busca enterrarle el clavo de gracia al ataúd del hijo predilecto de la familia forajida en el proceso de expansión colonial de Estados Unidos.
Por consiguiente, el autor reconstruye “La Caída” o los “Last Days” del personaje en cuestión, desde la óptica fatalista de un “Requiem For A Dream” fusionado con la corriente noir de Abel Ferrara en “El Funeral”.
Para contribuir a magnificar el clima general de luto activo, el sombrío Roger Deakins vuelve a dibujar, con el lente, una variación de su paleta depresiva encarada en “Fargo”, de los Hermanos Coen.
Por extensión, las desventuras del bandido, interpretado magníficamente por Brad Pitt, transcurren en hermosas “Postales de Leningrado” concebidas a la temperatura del trhiller invernal a lo Sam Raimi en “A Simple Plan”, siempre con la intención de alterar los paisajes convencionales del far west.
Por supuesto, la refrigeración de la puesta en escena anuncia no sólo el destino trágico y agónico del antihéroe, sino la propia defunción del género. Un discurso nostálgico y meláncolico, de tradición apocalíptica, ya anticipado por cantidad de artesanos de la industria y por docenas de tratados metalinguísticos, como los casos emblemáticos de la crepúscular “Yo Maté a Liberty Valance” de John Ford, de la otoñal “The Shootist” con la ejecución en directo de la figura de John Wayne, y de la posmoderna “Dead Man” del igualmente frío Jim Jarmsuch, por no mencionar las sucesivas versiones del asesinato de Jesse James, derivadas del original “I Shot Jesse James” acometido por el indomable Sam Fuller.
De la lista de duplicados, cabe respaldar los tres principales: “The Return of Fran James” de Fritz Lang, “The True Story of Jesse James” de Nicholas Ray, y “The Long Riders” de Walter Hill, antecedentes del arte desmitificador del estreno de la semana estelarizado por el convincente Casey Afleck, secundado por los durísimos Sam Shepard y Sam Rockwell.
En honor a la verdad, el remake del 2007 reune suficientes condiciones para ser equiparado con sus fuentes de inspiración, al extremo de superarlas en contundencia expresiva. Para comprobarlo, apenas basta con echarle una ojeada a la devastadora secuencia de asalto y robo al tren de Blue Cut en una noche hiperviolenta de 1881, cuando los bellacos desnudan su crueldad psicopática, recordando a la pandilla virulenta de “La Naranja Mecánica”, con sombreros, capuchas y demás.
En este sentido, la empresa revela una inquietud latente por replicar los intereses gráficos amparados por las mafias del rey de Nueva York, Martin Scorsese, y del padrino de Hong Kong, Jhonnie To.
En resumen, “El Asesinato de Jesse James” imprime su densa huella gangsteril para meditar, como Shekespeare con Otelo, en torno al complejo envidioso de un desdichado perdedor a la búsqueda de afecto, reconocimiento y estima pública. Posiblemente, Robert Ford sea la síntesis perfecta del hombre contemporáneo sacrificado por la fama en un contexto de saturación mediática. Cualquier parecido con Cho Seung Hui, el responsable de la masacre de Virginia, no es mera coincidencia.
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