Barbarossa entre los trigales

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Por Mauricio Vallejo Márquez

El sol abrasaba con ternura los campos alrededor de Stalingrado. Unos hombres caminaban entre los trigales hablando de algo que no llegaba a nuestros oídos. El hombre en los campos de San Petesburgo parece ser tan insignificante como una hormiga en un océano. Pero esos hombres son los que sostienen toda una nación.
El amanecer que esos hombres recordaron toda su vida fue el de esa mañana; despertaron al canto del gallo y con la hoz en mano fueron a cortar el trigo.
Las espigas se convertían en mares dorados cuando el cielo se vestía de luz. Un hombre en ese momento parece no ser nada, el sol, el trigo, la luz son todo.
– San Petesburgo, como lo llamamos normalmente, dejó de llamarse así. Sobre todo desde que el maese Stalin tomó el poder de todas las Rusias. Un suceso sin importancia mientras el trigo inunde las panaderías de toda la unión soviética. Yo, mientras. mi deber con el ejército rojo sea alimentarlo, lo haré. Me siento responsable de llevar al socialismo en la sangre, porque somos el pueblo, uno en verdad.
Esa mañana del 13 de septiembre de 1942 el 6º Ejército, una formación de élite compuesta por 300,000 hombres dispuestos a todo, bajo el liderazgo de uno de lo generales favoritos de Alemania: Friedrich Von Paulus. Procuraba ganar las tierras soviéticas para preparar los primeros mil años del Reich. Eso a un hombre que sólo sabe manejar su hoz no le debe de importar, pero esta vez sí importó, parecía ser el fin del socialismo.
-Todo se ve cenizo, creería que es mejor que dejemos el trigal, dijo Fiedorovich.
-El trigo es nuestra vida, a quién se lo demos no importa. Stalin procuró darnos lo mejor. Pero ahora no me importa él. Dicen la malas cabezas de todas las ciudades que él mandó a matar al maese Trostki. Si fue él no sé. Y si viene alguien a desbancarlo mucho que mejor. Total, si el trigo sale bueno.
Las palabras del viejo no parecieron muy alentadoras al muchacho. Total el ejército rojo apenas lograba una pequeña resistencia sobre los alemanes. La retirada del jovencito no fue una sorpresa para su padre. El miedo, a veces, resulta ser el mejor consejero. Para Fiodor el miedo ya era realidad. Siempre creyó en el socialismo, ahora debía confirmarlo al no dejar la ciega.
Una mosca parecía entrar en su cabeza. Lo tiró al suelo, con un dolor que le quemaba todo su cráneo, sintió su zumbar saliendo por su oreja izquierda. El viejo no logró mantenerse en pie, se hincó. Ese hombre rudimentario, blanco como la nieve y enrojecido de sus pómulos por el trabajo. Hombros anchos, visión de águila. No sintió su muerte, creía que la muerte sólo es el fin del cuento. Pero en esa caída logró ver a Barbarossa con sus huestes, bajo el mando de una cruz gigantesca. Iba a preguntarle si en verdad era él. Pero una espiga fue cortada por las balas y con una lentitud sepulcral se detuvo en el suelo. Barbarossa dio la orden de parar la marcha y dijo: “Ya no hay nada, ya no hay nada viejo Paulus. Regresemos cuanto antes a Alemania. La guerra está perdida”.
(1999)

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