Manejar un carro rojo es lo máximo. Manejar un carro rojo es experimentar el concepto de la libertad absoluta.
Al pasar por la alcabala, por poco los guardias se cuadran y saludan. Tengo cara de hijo de jerarca de la revolución. Los que nos acompañan, en un Optra Negro, no corren con la misma suerte. Son detenidos.
Freno y retrocedo por el medio de la vía, salgo del carro y me acerco. Los han bajado a todos, les han pedido los papeles. Es tarde.
-Buenas noches -digo.
-Buenas noches -contesta el jefe, el único gordo, ligeramente fuera de balance al ver que soy el dueño de la nave roja.
Los alinean cerca de la cuneta. Le dicen a H., el dueño del Optra, que abra la puerta del copiloto.
-Va a comenzar la revisión -Anuncia el gordo. Abre la puerta del conductor y se inclina hacia adentro. Se arremanga y muestra las manos, luego las palmas. Exactamente el mismo gesto que hacen los croupieres antes de clavarte.
Revisan hasta las baterías de la cámara digital. Gente sana. El gordo se voltea hacia donde estamos nosotros.
-¿Estaban tomando?
E., con un caramelo de menta en la boca y su mejor cara de borracha profesional contesta -seria y seca- No.
-¿Y si les reviso el carro y encuentro una botella?
Dentro del carro, junto algunas toallas y algo de ropa, está el mayor cargamento de licor que jamás ha entrado al Estado Anzoátegui.
-Anda, revisa.
El carro rojo es intocable, el carro rojo es la vaca sagrada que transporta a los hijos de la boliburguesía. El carro rojo es invisible. El carro rojo, durante la revolución, es exactamente igual a un salvoconducto de Marx.
El gordo no se arriesga.
-Buenas noches. Prosigan.
-Buenas noches.