Somos dos criaturas extrañas,
criaturas mitológicas;
que ni siquiera se buscan
porque niegan absurdamente la existencia del otro.
Que viven para la profecía de un trozo de piel,
Pero cuando el momento del contacto se abalanza
Y deja de ser pronóstico hipotético de humo y cenizas,
nos damos cuenta que las pieles
son sábanas viscosas que envuelven cadáveres
y que los cadáveres están secos por dentro
vacíos y momificados,
que no les queda ni una sola gota
de sangre por dentro.
Y la piel nunca basta,
porque no hay alimento,
porque sin su néctar fallecemos…
Entonces nos posamos sobre las flores
para beber y beber,
para atragantarnos de jugos y contenidos,
de savias espesas y cálidas,
de la comodidad etérea,
de una siesta sobre un pétalo que cae.
Y entonces nos damos cuenta
que las flores que cortamos se extinguen,
se marchitan;
son aniquiladas por nuestra sed egoísta.
Y volvemos, pues, a buscar el olor de la sangre
el calor de la sangre…
Se nos inflaman los colmillos y las venas de gula
con el indicio sonrojado de una llaga abierta.
Y nos posamos como moscas
sobre los cadáveres y entonces,
sentimos el hedor,
volvemos a sentir el sabor incierto del próximo paso:
volver a las flores,
para volver a los cadáveres…
Para ver si en el camino
se nos enredan los pies
y caemos por fin sobre el asfalto
uno al lado del otro
para bebernos las sangres,
gota a gota,
para arrancarnos los pellejos con los dientes,
con las uñas
y secarnos por ósmosis, por evaporación, por abandono…
Y así convertirnos
en esos dulces cadáveres
que encuentran los otros.