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A veces me provoca disecarte

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A veces me provoca disecarte. Sacarte todos los órganos, limpiarte todo por dentro, dejar sólo el empaque hermoso y perfecto que quiero, y ponerlo, después de someterlo a los debidos procesos, encima de mi sofá o tal vez, en mi closet, para que no se ensucie tan rápido. Y alguna que otra noche, en mi cama, a mi lado, para respirarte (ya no tu olor a cigarro y a perfume caro, sino, seguramente, un olor a cera, a químico y a muerto) para retenerte todo el tiempo que quiera a mi lado, sin que protestes, sin tus alardes de autocracia y superioridad. Sin órganos, sin orgullos, sin arbitrariedades… sin alma. Y sin embargo, es absurdo, es precisamente  lo que veo en tus ojos lo que me hace necesitarte tanto. Si te embalsamo y te entierro en mi cama, difícilmente, pueda volver a sentir lo que siento con el roce de tus ojos, de tus labios, de tu lengua… Y entonces seguro se apagarían tus lunares, y tu color de piel con ellos; y la suavidad de tu cabello sería sustituida por una sequedad absurda, innecesaria. Me tocaría refrescarte diariamente y perfumarte con mi olor a florecitas, y con ese olor, serías yo, y ya no tendría mucho sentido el tenerte para que seas una reproducción de lo que espero de ti. Entonces vuelvo otra vez a lo mismo, me abalanzo sobre mi silencio  y me aferro a preguntarte cosas con la boca cerrada. Y me pregunto por qué no me contestas… y cuando por fin abro la boca y mis labios hacen una mueca que pretende ser la antesala a una palabra, a una frase, lo que sale es un pescado, sí, un pescado, frío, salado, movedizo y baboso. Y tú te mueres del asco, y me preguntas qué se supone que vas a hacer con un pescado. Y entonces yo me río, de nervios, sin entender cómo llegó ese pobre infeliz hasta la mesa en la que comemos y en la que no sirven pescados y menos, escupidos por mí.

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