Mi vida no es para nada maldita. Supongo que eso me descalifica como posible poeta maldito. Mi vida es más bien tranquila, feliz. Tengo una vida que podría calificar de bastante feliz. Mis dramas y problemas no son los dramas y problemas de un poeta maldito, pero mis problemas comenzaron por leer a uno.
No sabría decir por qué me gusta leer a los poetas malditos, quizás porque mi vida es tan diferente a la de cualquiera de ellos. Lo cierto del caso es que tenía un pequeño volumen de Una temporada en el infierno y Las Iluminaciones de Rimbaud, y el Presidente lo vio y me preguntó de qué trataba. Ahí empezó todo, pero antes de hablar de ello creo que debo decir un par de palabras sobre por qué el Presidente fue quien preguntó por el poemario de Rimbaud.
Trabajo para la Presidencia de la República. Aunque todos mis familiares, amigos y conocidos crean que trabajo para el Presidente yo trabajo para la Presidencia de la República, tan es así que trabajo en la Presidencia de la República a pesar de haber firmado solicitando el revocatorio presidencial de 2004, de haber votado por el Sí en el revocatorio, por el No en el referéndum constitucional de 2007 y por el candidato opositor en la elección presidencial de 2006. Me gusta pensar que trabajo en la Presidencia de la República a pesar de mi posición política porque soy bueno en mi trabajo y porque en Venezuela sí existen las instituciones y son más fuertes que las personas, incluso más fuertes que el Presidente más fuerte que ha tenido Venezuela desde mediados del siglo XX. Pero la verdad es que trabajo en la Presidencia de la República porque el sueldo es bueno y porque paso completamente desapercibido. Soy un tipo tan gris que llegados los momentos de revisar las lealtades políticas necesarias para trabajar en una institución tan delicada como la Presidencia de la República nadie se acuerda de mí. ¿Y qué hago en la Presidencia de la República? Monitoreo de medios para el análisis del entorno, un trabajo también completamente gris, leer la prensa, ver televisión, escuchar radio y hacer informes de lo leído, visto y oído, un trabajo que ningún poeta maldito habría aceptado realizar.
Quizás por eso me gusta tener siempre a mano un poema de Rimbaud, de Baudelaire, de Mallarmé, de Verlaine o hasta los Cantos de Maldoror, que también leo poetas que no son malditos con toda la rigurosidad del término pero a los que les sienta bien la etiqueta. Lo que más me gusta de leer a los poetas malditos en el trabajo es el contraste entre mi tarea rutinaria y sin sobresaltos y los tormentos, atribulaciones y transgresiones de esos poemas. En los momentos más tediosos de mis labores leo un poema y me imagino viviendo la vida de esa manera, a ese ritmo. De hecho, comencé a leer poetas malditos en el trabajo después de entender que el haber firmado para solicitar el revocatorio ya no me iba a traer represalia alguna. Lo triste es que firmé pensando en las posibles consecuencias, necesitaba ser controversial, quería sentir temor, preocupación por mis decisiones, por mis actos. Pero cuando por fin un acto me trajo problemas, no tuve temor alguno porque por más malditos que fueran los poetas que leía en el trabajo, jamás me pasó por la cabeza que aquello podría resultar en el gran problema que tengo.
El Presidente no suele pasar por la sala de monitoreo. Pero después de la derrota en el referéndum son muchas las cosas que ha hecho el Presidente que antes no solía hacer. Me imagino que entre tantas críticas y tensiones, tanta expectativa con la entrega de rehenes por parte de las FARC y con la cada vez mayor paranoia frente a los planes de la contrarrevolución, el Presidente sintió la necesidad de ir y ver en vivo y directo el trabajo de los monitores de medios. Fue cuando se tropezó con mi volumen de Rimbaud y me preguntó por él, de qué trataba y quién era el autor. Ahí cometí un error. No supe cuál sería la respuesta que tenía que darle para seguir siendo un tipo gris, que para ser sinceros es mi color favorito. Si le decía todo lo que sabía de Rimbaud, pensé, llamaría su atención, así que preferí decirle que no había leído el libro todavía y que no sabía nada de su autor. Entonces el Presidente tomó el libro y leyó en voz alta: “Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde todos los corazones se abrían, donde corrían todos los vinos”.
-¿Qué crees que signifique?, me preguntó el Presidente.
Por un momento no supe qué responder, pero al cabo de un tartamudeo de duda le dije con confianza que no necesariamente el verso tenía que tener un significado.
-La poesía puede ser un estado de ánimo, un sentimiento y no solo un significado.
-Interesante, dijo el Presidente, quisiera saber un poco más de Rimbaud, agregó mientras salía de la sala de monitoreo.
Ni corto ni perezoso preparé una pequeña síntesis de la vida de Rimbaud, con búsqueda en Wikipedia y todo, la imprimí y fui al despacho donde sabían que el Presidente estaba esperando algo de mi parte, menos mal que asumí como instrucción el deseo del Presidente.
Al finalizar mi jornada me avisaron que el Presidente tendría un acto en la noche y aunque no tenía que monitorearlo nos recomendaban que estuviéramos pendientes, escuchando al Presidente aunque sea como ruido de fondo para estar al día con su pensamiento, su filosofía y sus proyectos.
En el acto, el Presidente fustigaba contra aquellos que lo estaban traicionando y que estaban acabando desde adentro con la Revolución. Fue cuando lo escuché decir que tal vez debía hacer como hizo el poeta Rimbaud, pronunció el nombre sin ningún intento de afrancesamiento, tal como lo leería cualquier venezolano que nunca hubiera escuchado el nombre del poeta, pronunciando la i y la a y la d.
-El poeta Rimbaud, que decidió abandonarlo todo cuando supo que su obra ya estaba hecha, ¿cómo es que decían esos hermosos versos? Si mal no recuerdo, no es que los recuerde mal, así dicen, ‘Si mal no recuerdo mi vida era un festín donde todos los corazones se abrían’, hermosos versos, con sentimiento, y eso es lo que siento, que me están abriendo el corazón de una puñalada, de cientos de puñaladas traicioneras, si creen que mi obra está terminada yo me voy, pero si creen que no, ayúdenme a acabar con los traidores, ayúdenme a limpiar la revolución desde adentro.
Me tomé un par de segundos para quitarme el sombrero ante la capacidad del Presidente para incorporar a su discurso una lectura que apenas había hecho, si es que podemos decir que en realidad la hizo. Tras los dos segundos no pude dejar de preguntarme si mi condición en el trabajo se vería de algún modo afectada por este aporte al imaginario presidencial.
Y se vio afectada de inmediato. Al día siguiente, al llegar al trabajo, me encontré al Presidente sentado en mi escritorio leyendo su propio ejemplar de Una temporada en el infierno y Las Iluminaciones.
-Amigo Luis, dijo al verme, tendrás el gusto de desayunar conmigo.
-Presidente, ya desayuné, no puedo salir de casa sin…
La expresión en su cara me dijo que no era una invitación, -con mucho gusto, Presidente, no faltaba más, semejante honor que me hace.
-Acompáñame, dijo ignorando por completo mi intento de negativa, y no olvides tu libro de Rimbaud.
Entramos en su despacho y ya una pequeña mesa tenía el desayuno servido: carne mechada, queso de año, perico y un guisado que no reconocí pero que supuse era chigüire. Las arepas llegaron junto al café, que pedí con leche.
-¿Eres poeta, camarada Luis?
-No, no, por dios, solo leo poesía.
-Yo, he tenido que aceptarlo, sí soy un poeta, uno incomprendido, el más incomprendido de todos, porque a la soledad del poeta se me agrega la soledad del poderoso, el poder, mi amigo Luis, es solitario. ¿Tienes ambición de poder?
-Ni la más mínima.
-Haces bien, mi amigo Luis, haces bien. Come, que se te enfría el guisado, es de chigüire apureño, está excelente.
Apenas me llevé el primer bocado de chigüire a la boca, el Presidente volvió a la carga.
-¿Crees tú, camarada Luis, que pudiéramos considerar a Rimbaud socialista?
Por supuesto, no supe qué decir. No tenía nada que decir, pero el silencio era un lujo que no podía darme.
-No estoy seguro, Presidente, creo que hay una renuncia muy socialista en la forma como Rimbaud lo dejó todo…
-Pensé exactamente lo mismo…
-Pero, y el Presidente se sorprendió con mi interrupción, la vida de aventurero y el haberse dedicado al tráfico de armas y hasta de esclavos desdicen de esa interpretación.
El Presidente no respondió de inmediato, se quedó pensativo quizás buscando alguna pista, algún indicio de socialismo en Rimbaud.
Sin embargo, no era eso lo que lo tenía pensativo, al menos no por lo que me dijo a continuación.
-Este poemita, no me lo he podido sacar de mi cabeza. ¿Eres un comelibro, Luis? Es importante leer, para combatir la alienación, el Imperio no quiere que leas, yo leo mucho, sobre todo leo informes, pocos poemas, antes leía más poemas, cuando era joven, joven y enamorado, pero con el tiempo dejé de creer en los poemas, me dejé de eso porque la poesía no tenía nada que ver conmigo, la poesía no me entendía y ahora, con el librito de Rimbaud, con ese poemita, porque es cortiquito, conté las palabras y todo, por ahí anoté cuántas palabras tiene, después revisamos eso, con ese poemita me he dado cuenta que era yo el que no entendía la poesía, que no había dado con ella, ¿entiendes de lo que hablo? ¿Conoces el poema?, me lo aprendí de memoria, “Cuando niño, ciertos cielos afinaron mi óptica: todos los caracteres matizaron mi fisonomía. Los fenómenos se alteraron. Ahora, la inflexión eterna de los momentos y el infinito de las matemáticas me persiguen a través de ese mundo donde padezco todos los éxitos civiles, respetado por la niñez extraña y por los afectos enormes. Sueño con una guerra, de derecho o de fuerza, de lógica muy imprevista. Tan simple como una frase musical”. ¿Crees que significa lo que creo que significa?
Se calló, esperando mi respuesta.
-Presidente, la poesía significa no otra cosa que lo que uno crea que significa.
-Entonces es cierto. ¡Uribe!
Con un gesto me dio a entender que el encuentro había terminado. Al volver a mi puesto de monitor de medios mis compañeros me veían con una mezcla de envidia, temor y curiosidad. Apenas tuve tiempo de monitorear el comienzo de una entrevista por Globovisión donde para variar un empresario fustigaba las políticas económicas del gobierno, cuando un funcionario que no se identificó se sentó a mi lado. Nunca antes lo había visto, y para ser sinceros, su aspecto me hizo desear no tener que volverlo a ver nunca más.
-Camarada Luis, tenemos un problema y tú tienes que ayudarnos a salir de él.
-No sé a qué se refiere y no sé quién es usted.
-Tú no tienes que saberlo. El Presidente está leyendo algo que no nos gusta nada. Y es culpa tuya. ¿Cómo tú piensas ayudarnos?
-¿Ayudarlos a qué? ¿A qué el Presidente deje de leer a Rimbaud? Eso es problema de él.
-Tú no has entendido, dijo antes de pararse e irse.
Quedé muy preocupado por la conversación. No sé qué estaban esperando de mí ni qué podía suceder si de verdad me consideraban responsable de las lecturas presidenciales y peor aún, de la influencia de esas lecturas en el Presidente. Fue el peor día de mi vida profesional, no me concentré en lo que estaba viendo, no pude hacer un solo análisis coherente de lo visto, leído u oído en los medios porque el único entorno que me interesaba era el mío.
Al finalizar la jornada llamé a un viejo amigo, Guillermo, experto en historia latinoamericana y en la relación entre las ideas políticas y el ejercicio del poder. Nos habíamos separado por razones políticas; nunca pude convencerlo de que continuaba trabajando en la Presidencia a pesar de no haberme retractado de firmar solicitando el Revocatorio. Pero la mala situación económica de nuestro gremio de politólogos se vuelve salvoconducto para todo y no hubo que dar demasiadas vueltas para que fijáramos un rencuentro donde le planteé mi pequeño pero creciente problema. Guillermo, sin embargo, estaba más interesado en el Presidente que en mi propia situación.
-Ya va, ¿pero el Presidente mostró el poemario?
-¿Cómo así?
-Como cuando leía el Manual del Guerrero durante el discurso de Olavarría o como hacía con la Bicha que la sacaba del bolsillo cada vez que se refería a ella.
-No, solo recitó la primera línea del poema.
-Entonces hay que estar listos para eso.
-¿A qué te refieres? ¿Qué tienes en mente?
Con un simple truco retórico desvió el tema y no volvimos a él, son demasiadas las cosas que pasan al mismo tiempo en este país como para volver de una digresión. Al final, no obtuve nada de mi rencuentro con Guillermo salvo el mal sabor de la nostalgia. Prometimos mantenernos en contacto pero ambos sabíamos que ya no era lo mismo, viejos compañeros ahora teníamos pocas cosas en común. Pero no tuve demasiado tiempo para pensar en ello. Antes de que pudiera distraerme con los viejos tiempos recibí una llamada de Miraflores. Siempre alguien del equipo estaba de guardia monitoreando, y cuando nos encontrábamos lagunas o algún desorden solíamos apoyarnos en los otros para aclarar dudas. Por el día que tuve no me extrañó en lo más mínimo que la persona de guardia estuviera toda confundida con el material que dejé, ni yo mismo estaba seguro de lo que había visto o dejado de ver durante la jornada. Pero no era el monitor de guardia quien llamaba.
Una secretaria que apenas se tomó el tiempo de identificarse me dijo que el Presidente me estaba solicitando, que fuera lo antes posible a Palacio. Por un instante quise pensar que se trataba de una broma de mis compañeros, pero nadie juega con eso, no desde que las paranoias frente a posibles atentados convirtieron nuestras entradas y salidas del trabajo en una especie de prueba de seguridad de aeropuertos post 11 de septiembre. Pregunté para qué quería verme el Presidente y solo obtuve un agresivo silencio como respuesta. Claro que voy para allá, dije resignado y pulsé el botón de colgar.
El Presidente me esperaba en su despacho. Se le veía nervioso y descompuesto. Sin mirarme me entregó el ejemplar de Rimbaud. Él tenía otro en la mano.
-Lee, Saldo, el poema XLII, es anticapitalista, yo tenía razón.
Mientras leía el poema lo vi hojear el libro con rapidez, se detenía en un poema y leía por poco tiempo para saltar a otro. Pude ver algunos en los que se detuvo, en Desfile, en Vagabundos, en Democracia. Cada vez pasaba las hojas más rápido, pensé que debía detenerlo.
-Tiene razón, Presidente, es un poema anticapitalista.
-Ergo, es socialista.
-Sí, supongo que sí,
-Gracias hermano Luis. Ve a dormir que se te ve cansado.
-Buenas noches.
Apenas cerré la puerta del despacho tras de mí, el mismo aterrador funcionario me cortó el paso, esta vez acompañado por dos tipos exactamente iguales a él, exactamente igual de atemorizantes. Con rapidez me rodearon y me alejaron del despacho presidencial, no dijeron nada, ni siquiera me tocaron, su intimidante presencia bastó para que me condujeran hasta donde quisieron, no muy lejos, solo hasta donde estaban seguros de que el Presidente no los escucharía.
-Tú no nos estás ayudando, dijo el que yo consideraba el líder, pero esa presunción se basaba únicamente en que fue quien me había abordado la vez anterior, y si tú no nos ayudas nos perjudicas. ¿Tú crees que nos gustan las personas que nos perjudican?
-No, supongo que no, pero no entiendo qué esperan de mí, el Presidente lee por su cuenta, no tiene nada que ver conmigo.
-Sí tiene que ver. Si lee tus libros y los comenta contigo tú eres responsable de las ideas que se le meten en la cabeza, ya lo hemos visto antes, nosotros estamos aquí porque los que estaban antes de nosotros no lo detuvieron a tiempo en lecturas y conversatorios.
-Pero dígame algo, ¿qué quiere exactamente que haga por ustedes?
-Convence al Presidente de que no lea, cada vez que lee nos mete en problemas.
-Él me dijo que leía mucho.
-Informes, informes está bien, lo que no puede es leer por su cuenta, tú lo ayudaste a leer por su cuenta, ahora tú tienes que hacer que desista.
Dicho esto me dejaron solo. Sin estar seguro cómo, me habían conducido a la puerta de salida de Palacio. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba aterrorizado, me temblaban las manos y la voz, tan seguro que intenté sonar mientras hablaba con ellos.
La tarea que me habían impuesto no me parecía nada sencilla, mucho menos agradable. No creía tener influencia alguna sobre el Presidente, no creía que se me podría ocurrir la manera de hacerlo desistir de seguir leyendo a Rimbaud. Si la había, tendría que ver con libros, algo así como que un libro remplaza a otro libro, pero era a la lectura en general y no a Rimbaud en particular lo que estos tipos estaban tratando de evitar. Ni siquiera sé quienes son estos tipos, supongo que son solo agentes de seguridad, guardaespaldas, los peones de un rey que seguro no era el Presidente. De pronto me sentí en un libro de John Grisham, le pedí perdón a Rimbaud por semejante pensamiento y quise acostarme a dormir.
Al día siguiente, de inmediato supe que había dejado de ser un tipo gris. Es más, ahora tenía enemigos. Una hoja impresa descansaba sobre mi sitio de trabajo. Era una lista de nombres, la lista Tascón sin duda, con mi nombre resaltado en amarillo. Todo estaba listo, en cualquier momento llegarían las represalias, sin duda pagaría por las lecturas del Presidente. Era más de lo que podía soportar. Tanto que esperé porque aquella firma se volviera en mi contra para que llegado el momento no estuviera a la altura. No resistí la ansiedad, me fallaba la respiración y el pulso se me aceleró hasta el borde de una taquicardia. No pude seguir sentado en mi puesto. Salí de Miraflores en busca de aire.
Caminé un rato por la avenida Urdaneta, subí por el Bulevar Panteón y decidí entrar en la Casa Mendoza. Me senté un rato en el hermoso zaguán, fue ahí donde pude recuperar un poco la calma. No quería volver al trabajo, quizás lo mejor sería no volver. Pero no me atreví a abandonarlo todo. Definitivamente no seré nunca un poeta maldito.
Cuando regresé, esta vez me esperaba en el puesto mi supervisor directo. Tenía en la mano su copia de la lista de Tascón. No hicieron falta demasiadas explicaciones, recogí mis pocas cosas, papelería más que todo, y me fui.
Antes de salir de Palacio, volvió a abordarme el misterioso funcionario, pero en su lenguaje corporal todo había cambiado, estaba bastante relajado, ya no me consideraba una amenaza.
-Al final tú sí nos habías ayudado, sin saberlo, pero ayuda es ayuda.
-¿A qué se refiere?
-Bastó mostrarle tu firma y el resto se construyó solo, la conspiración del Imperio, el libro con que intentaban confundirlo y desviarlo de la Revolución, el nuevo intento de magnicidio, de repente te dedican un par de minutos en el programa del domingo.
-Será un honor, dije ya dándole la espalda. Quería salir para siempre de ahí.
Al regresar a casa, lo primero que se me ocurrió fue llamar a Guillermo, quería desahogarme y tranquilizarme contándole cómo había concluido el asunto y preguntarle si él creía que de verdad estaba terminado; con tipos como ese funcionario uno no puede estar seguro. Guillermo no podía creer lo que escuchó.
-Entonces, es probable, casi seguro, que el Presidente no va a leer a Rimbaud en público. ¿Cómo me hiciste esto, Luis? ¿Cómo se te ocurrió firmar para el Revocatorio?
-¿Qué te pasa Guillermo?
-En un día, en un día nada más, recorrí todas las librerías y distribuidoras de libros de Caracas y compré todos los ejemplares disponibles de Una temporada en el infierno, tengo comprometida a media Cámara del Libro con ediciones de emergencia, tengo la sala llena de libros y ya había contactado a dos buhoneros para salir a vender los libros apenas el Presidente volviera a mencionar a Rimbaud. Y ahora resulta que no, que el Presidente no va a leer el libro. Me la debes, Luis, me la debes.