Montejo conoce a Facebook

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La cursilería Montejiana se pierde de vista

Chicos y chicas Facebook lamentan su partida, como si fuese un pana de toda la vida de su lista de Friends al que le tageaban  foticos, videos y demás

Una idiota dice: aquí, todavía melancólica por la muerte del Gran Montejo

Es como para reírse parejo

Otro necio afirma “es una pérdida lamentable, es una pérdida irreparable”

Pero igual aparece en su perfil muerto de la risa al lado de una chica Polar

No me jodas

Este mal país de papel lustrillo se fabrica con trozos de pura hipocresía

Montejo para aquí, Montejo para allá

Extrañamos a Montejo

Adios a Montejo

No es más que un hasta luego

Paz a tus restos, amén

Cuerda de falsos, cuerda de oportunistas

Vuelvan a lo suyo

Ese pana ya estaba muerto en el corazón de ustedes

No vengan a intentar revivirlo ahora para quedar bien en sociedad

Sean reales

Para qué tanto esnobismo?

Déjenlo quieto y sigan escribiendo sus pendejadas en Facebook

Contentísimo porque me voy de viaje!!!!

Licenciadísima!!!! 

Al fin terminamos clase!!!!

Vamos con los panas a Morrocoy!!!

Aquí con sendos culos!!!!

Engripado

Mal tripeando fulllllllllllllllllllllll

Viva España

Ese Brasil está comprado por la Vinotinto

Italia va a ganar la Eurocopa, aunque pierda todos los partidos

Me debes esa rumbita, Jonas

Chao Mellisa, regresa pronto

Siempre en busca de un final feliz 

6 Comentarios

  1. El pan dormido
    Por Juan Villoro

    Ha muerto el poeta venezolano Eugenio Montejo. Poco antes de cumplir los 70 años se integró a la ronda de fantasmas que viven en su poema «Los ausentes».

    El padre de Montejo fue panadero en tiempos anteriores a los hornos eléctricos, cuando la harina se confiaba a una cavidad de ladrillos rojos, donde los leños ardían despacio. Aquel hombre que conocía la dignidad del trabajo duro se inició como aprendiz, barriendo y cargando canastos, ascendió a maestro de cuadra y pudo al fin poner su propia panadería. En el ensayo «El taller blanco» su hijo recupera una infancia dedicada a contemplar el paciente esfuerzo de inventar el pan: «La harina es la sustancia esencial que en mi memoria resguarda aquellos años. Su blancura lo contagiaba todo: las pestañas, las manos, el pelo, pero también las cosas, los gestos, las palabras». Ésa fue la escuela de un poeta.

    Montejo prefería trabajar en el silencio de la noche, cuando sólo algún pájaro despistado conservaba su jornada de trabajo. No es casual que dedicara poemas al ánimo tembloroso de una vela, a los asombros de una noche natal, a los trenes nocturnos, a la soledad de la «noche en la noche», cuando los amigos se van por cigarros o cervezas y prometen volver pero no lo hacen.

    Como los panaderos, Montejo horneaba con calma sus poemas para que despertaran a la luz del día. Sus versos están construidos con la sencillez de quien dispone de una materia elemental que se puede amasar de modo infinito. Una voz directa habla de las cosas del mundo: «Cruzo la calle Marx, la calle Freud;/ ando por la orilla de este siglo,/ despacio, insomne, caviloso». En su recorrido, encuentra una mujer dormida, un burro que soporta el castigo de su amo y no se queja, un jardín intacto, un niño que abre los ojos en el pabellón de prematuros, las variadas sombras que arrojó Pessoa y un gallo loco -siempre un gallo- que, al modo del poeta, canta a deshoras.

    «La poesía de Eugenio está hecha de elementos simples», me dijo un día Álvaro Mutis, «lo interesante es cómo los desordena». Montejo no describe: inventa. Cuando habla de una mesa revela el dolor de la madera, lo que siente en clave secreta mientras el vino se derrama y los demás conversan o mientras aguarda, largamente, su oportunidad de intervenir, de volver a ser el sostén de la comida.

    Montejo fue un poeta de los adioses. Se despidió del siglo XX, de su padre, de sus amigos, de Lisboa, de otros poetas convertidos en estatuas e incluso de sí mismo: «era mi despedida de este mundo/ la primera vez que me moría». La evocación de lo que se va y regresa como perdurable ausencia era su forma de estar presente. Ahora que ha muerto, hay algo a un tiempo reconfortante y doloroso en ver los muchos pañuelos blancos que dicen adiós en sus poemas. Nadie estuvo más capacitado que él para subir a un barco, levantar la mano desde la popa y volver ese gesto inolvidable.

    Gracias a que fechaba sus dedicatorias, puedo rastrear la primera y la última vez que nos vimos. Conocí a Eugenio Montejo el 18 de agosto de 1987. Era un hombre discreto, que prefería hablar en voz baja, de educación siempre presente y nunca artificial. Como el otro poeta mayor de Venezuela, Rafael Cadenas, no derrochaba palabras en la conversación; reservaba la lumbre para sus versos. En el país del vociferante Hugo Chávez, la mesura del poeta Montejo era un imprescindible valor ético.

    Adicto a Portugal, donde pasó varios años, el autor de Alfabeto del mundo tenía las maneras tranquilas, la elegancia sobria y la «tristeza buena» de un personaje de Pessoa. Hablar con él era una lección curiosa. Montejo reivindicaba la relación sencilla con lo que vale la pena. Había conocido mares, islas y bibliotecas, pero sabía que nada es tan necesario y misterioso como el pan.

    Nos vimos por última vez el 2 de agosto de 2005, en casa del poeta Eduardo Hurtado y de su esposa Marcela. A la cena asistió Guillermo Arriaga, quien tuvo el tino de incluir un poema de Montejo en la película 21 gramos. Esos versos que llegan como primeros auxilios (Sean Penn se los recita a Naomi Watts en un hospital) hicieron que la poesía de Montejo comenzara a ser muy leída en Estados Unidos. Durante la cena, Arriaga y Montejo encontraron territorio común en los animales. Uno era un arriesgado cazador de presas y de historias, otro coleccionaba las voces de las aves que escapan para cantar. Arriaga contó que los gansos suelen enviar a un explorador para saber si es seguro bajar a una laguna; en caso de que el explorador se equivoque, es expulsado de la parvada. «Un poeta exiliado», comentó Montejo.

    Con la cortesía que puso en todos sus afanes, el autor de Terredad tomó la previsión de anticipar lo que debíamos decir de él. El poema «La poesía» define su legado:

    La poesía cruza la tierra sola,
    apoya su voz en el dolor del mundo
    y nada pide
    – ni siquiera palabras.

    Llega de lejos y sin hora, nunca avisa;
    tiene la llave de la puerta.

    Al entrar siempre se detiene a mirarnos.

    Después abre su mano y nos entrega
    una flor o un guijarro, algo secreto,
    pero tan intenso, que el corazón palpita
    demasiado veloz. Y despertamos.

    Montejo tuvo la llave de la puerta. ¿Qué dejó en su taller blanco? El título de la novela del escritor cubano José Soler Puig, El pan dormido, resume su trato con las palabras.

    En la noche del 5 de junio, Eugenio Montejo se robó el fuego por última vez.

    Al día siguiente, el pan estaba listo.

  2. Esa vaina siempre ha sido asi en Venezuela papa… lo mismo sucedio con uslar pietri & co. Mas bien me sorprende la ingenuidad con que planteas tus lineas… bro…

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