He visto a un águila oscuro
sobrevolar la Europa apocalíptica:
viajar de España a Rusia
con un infante en sus garras vengativas.
Es el bebé de las venas azules
que huye de su tierra empujado por las alas
de esas águilas nórdicas,
mientras que sus paisanos lo aclaman
con sus «verde que te quiero verde».
Lo he visto esconderse
dentro de cubos cristalinos,
víctima de la transparencia
de su exilio de rapiñas,
siendo insultado por los desgraciados
y por los sapos, y por los malditos.
Así he visto al hijo apolíneo.
He luchado por un secreto
que no merecía conocer.
Un demonio infernal,
un íncubo entente
y un súcubo aliado,
se me aparecieron en el jardín de mis pesadillas;
ofrecieron comprarme el alma
a cambio de los más inverosímiles favores:
a cambio de un corcel del Apocalipsis,
a cambio de una diosa olímpica,
a cambio de vino azul
a cambio de ajenjo verde.
Yo sólo pedí una cosa a cambio
y eso fue un sueño.
Vendí mi alma por un sueño
y vendo mi falta de alma por un sueño.
Mi vida por un sueño.
Los espíritus congelados (a punto de fuego)
me indujeron a dormir,
a metadormir.
Desperté en el jardín de mis sueños,
bajo un atardecer de puntos morados (a punto de hielo),
y allí, entre las jardineras rojizas,
las flores desangradas
y el atardecer militar (a punto de muerte),
creía, entonces, que el respirar era estar vivo:
olí, vi, oí, saboreé (a punto de angustia)
pero no pude sentir.
No sentí la zozobra
de quienes me rodeaban en el jardín versallesco,
en el jardín de las barracas,
en el jardín de las minas,
en el jardín de las venas;
todos estaban angustiados
esperando la caída de la próxima trompeta y de la siguiente diana,
todos menos yo.
Los vi hablar, los olí olerme,
los saboreé conversar y los oí susurrar:
un «sí, yo sé» me hizo entender
que yo estaba muerto y no lo sabía;
que yo no vivía
y, sin embargo,
existía.
Y, para huir de la Guernica de mis pesadillas,
me escabullí entre los toros colorados
que escapaban de las cárceles españolas
cuando las águilas que sostenían las venas azules
bombardeaban las puertas militares;
corrí sentado hacia la selva ibérica
y vi a los susurrantes morir a punto de fuego.
Vi sus humores espolvorearse de pimienta,
y vi a la pólvora colorearse del color del cielo
y del de la tierra amargada,
pero sólo sus caras se congelaban a punto de hielo.
He visto a la puta y a su proxeneta,
retozar con las heridas soldadescas
y concebir la gangrena a punto de muerte.
Despierto en medio de metralla,
en esta noche, a punto de angustia.
Animus a Nemo,
15 de junio de 2008