En el Nombre del Padre

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Chispeante, burbujeante, como gotas de aceite caliente untado sobre su espalda. Así se sentía su cuerpo, violado, en efervescencia pura y sangrienta. 

Nada cruzaba sus pensamientos ni nadie tangible se posaba delante de él, era como un padre que jugaba con los genitales de su niña. La Iglesia siempre se ha caracterizado no precisamente por ser un despojo de virtudes y amores que se sienten en el aire, sino por esconder detrás de miles y burocráticas cortinas de humo, grandes horrores, torturas, bofetadas y violaciones, violaciones contra sus principios y en contra de una hipocresía marginal que se acumula con el pasar de los años. 

Hoy se sentía más conectado que nunca con su Dios de las alturas, la mañana estaba bastante fresca y ya se había dado un ducha caliente para alivianar las tensiones de la noche anterior, y lo había logrado. 

Pan fresco con mermelada y tostadas de mantequilla. Jugo de naranja campestre. Desayuno listo y sotana con interiores ajustados al cuerpo. Queso en abundancia. Ancianas exaltadas en las afueras por oír el mismo discurso que se repite al ritmo del “Ave María” y las propias culpas. Niños en sus casas ofreciéndoles gracias a su Dios, postrados sobre sus camas por comenzar una nueva faena de trabajo en las pampas. 

Noche anterior. Él estaba allí, con sus interminables charlas de pecados asfixiantes, con un grupo de 5 u 8 impúberes santificados, tristes y aburridos. 4 o 7 se marcharon a donde sus madres, padres o casas de latón. Sebas no se retiró esa noche con la suerte a cuestas porque el Padre Gregorio, de contextura adiposa y decrepita, le ofreció morada y sabanas calientes con leche y galleticas. 

La Basílica estaba perfectamente limpia porque las hermanas de la Congregación del Carmen habían dado limpieza hace unos días a todo el lugar para que Don Gregorio estuviese placentero, como todo representante de Benedicto XVI debe estar en la Tierra. 

El frío se colaba por las ventanas adornadas de margaritas, sin embargo Sebas se sentía más cómodo que cualquier otra noche, mejor, nunca había sentido tantas bendiciones sobre su cuerpo virginal. El Padre –y no aquel etéreo que está sobre nosotros- ya se había colocado sus pantuflas y yacía en su habitación de morocotas y rosarios, sin embargo su entrepierna se hallaba un tanto sobresaltada, no encontraba descanso a aquella muestra tan visible de pecado y lujuria. A través de sus pensamientos se colaban años y años de seminarista, de un pene atado a una manta negra y a las flagelaciones. 

Su respiración se sentía putrefactamente entrecortada y sus latidos aumentaban con el crujir de la manija del pequeño cuarto. Y allí se encontaraba él, sólo, intacto, en otro mundo. Exaltado, nervioso, en compañía de un olor a ratas muertas. 

Sebastián también estaba en otro lugar, en un mundo de juegos infatiles y besos mojados. Sus ojos cerrados y su piel fría y sudorosa no daban cuenta de que Gregorio –como el viento- se estaba colando entre su cuerpo y el cobertor.

Como todo cura que se respete impartió sus oraciones nocturnas a Joseph Ratzinger y a sabiendas de tan cruel situación ató su cuerpo de golpes para no continuar, sin embargo la carne se le hacía irresistible y no contuvo más. 

Se despertó. Se sorprendió. Lloró. Gritó. Golpeó. Amedrentó y yació. Sebastián no pudo con una vejez que todavía conservaba una fuerza divina y con los dedos de Gregorio en su culo tembloroso clamó a Jehová por ayuda como todas las noches lo hacía, pero esta vez fue igual y todo continuó tan bizarramente sádico. 

Sudor. Gotas. Deseo. Pecado. Odio. Sexo y el Padre Gregorio. Atrás y adelante. Cuerpos desnudos. Lágrimas. Candor y Sebastián. 
Lo violó, se violó. 

Pan fresco con mermelada y tostadas de mantequilla. Jugo de naranja campestre. Desayuno listo y sotana con interiores ajustados al cuerpo. Queso en abundancia. Ancianas exaltadas en las afueras por oír el mismo discurso que se repite al ritmo del “Ave María” y las propias culpas. Niños en sus casas ofreciéndole gracias a su Dios, postrados sobre sus camas por comenzar una nueva faena de trabajo en las pampas. 

Sebastián lejos de allí, en las calles, con un cuerpo dilatado, penetrado y sucio, de hambre y rencor. 

Un mundo que sigue sus movimientos de translación y rotación, un padre que acaba de tomar una ducha para emprender un día de olor primaveral y la ceremonia matutina en honor al Dios de las alturas. 

© Junior Rojas, 2008, casi todos los derechos reservados. 

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