Don Camilo Artós sabía exactamente cuál sería el momento de su muerte. Lo sabía porque lo había planeado con mucho cuidado a lo largo de toda su vida. Cada detalle, cada arreglo, cada despedida de sus familiares, cada reunión con sus abogados, cada actualización de su testamento, todo lo tenía programado incluso antes de llegar a la mitad de la edad con la que había planeado morirse. Esta organización fúnebre no era más que otro de los síntomas de su obsesión patológica por el orden y la sucesión lógica de los hechos; don Camilo se había tomado muy en serio aquello de que cada quien forja su propio destino, hasta el punto en que creyó que podía controlarlo completamente, sin dejar lagunas ni espacios en blanco dentro de la continuación de su existencia.
Desde su temprana infancia, Camilo Artós había tenido experiencias traumáticas. Reveses del destino, si así se prefiere llamarlas, y, de hecho, así él las consideraba. Muy niño era cuando murieron sus abuelos: cáncer. Muy joven fuera cuando murió su padre: cáncer. Poco más adulto sería cuando su madre enfermó –no hace falta decir de qué– y agonizó grotescamente durante casi una década, con una vida elástica que era mensualmente estirada por los médicos. Cuando finalmente murió toda su ascendencia, a Camilo no le quedó ninguna duda de que el cáncer sería la causa de su muerte, y se convenció inmediatamente de que la peor manera de morir sería en el delirio agónico de los tumores, acostado en una cama tal como falleció su madre. En ese momento crítico de su vida, en el cual quedaba solo en el mundo, a cargo de una cuantiosa herencia y una empresa multimillonaria, decidió que no habría instante de su existencia que no haya sido cuidadosamente construido por él mismo.
La organización de su vida fue hecha con años de previsión: cada ascenso, cada mudanza, cada hijo (que acertadamente adivinó como dos varones y una hembra), e incluso cada matrimonio estaban marcados en su programador vital. Si se acercaba la fecha de algún suceso, don Camilo no se impacientaba pues sabía que no debía acelerar nada, tan sólo esperaba a que llegara el momento adecuado para asegurar la ocurrencia de sus planes. Nunca se vio alguno de ellos frustrado ni coartado. Nunca recibió sorpresas de ningún tipo.
Subió por los escalones de su empresa tal como lo había planeado, hasta que finalmente se convirtió en su presidente. Antes de alcanzar tan codiciado rango, ya se había casado una vez con una mujer joven que, por desgracia, había muerto a los escasos años de casados. La causa de su muerte no fue para Artós sino una confirmación de que sus planes estaban bien encaminados, sin siquiera poder contestarse él mismo el misterio que lo llevó a predecir certeramente que su primera esposa moriría joven, y de cáncer.
Ella le había dado su primer hijo, Federico, quien moriría trágicamente veintitrés años después. De nuevo, don Camilo fue incapaz de explicarse cómo había sido posible haber sabido eso con tanto tiempo de anterioridad. Podría decirse incluso que el único suceso que lo sorprendía era, precisamente, uno sólo: que se cumplieran con puntualidad única cada uno de los hechos que había previsto en sus planes, ya que, cuando los organizó, honestamente no creía que pudieran ser tan exactos.
Su segunda esposa se llamaba Sandra, y lo acompañaría hasta su último suspiro. Con el nacimiento de su segundo hijo (José) concibió la idea de que alguien estaba burlándose caricaturescamente de su planificación. Por primera y única vez en su vida estuvo convencido de que, efectivamente, existía un destino, pero que él no era capaz de controlarlo, más bien, el destino había decidido controlarlo a él, riéndose de sus patéticos intentos de dominar a su propia vida. Desechó esos pensamientos cuando nació su hija, Ana, momento que le aseguró a don Camilo que él, y sólo él, estaba en total manejo de su destino.
Ya sabía que luego del nacimiento de Ana moriría su primogénito. Estaba consciente de que, luego de eso, tendría que hacer una reducción de personal en la empresa debido a una impredecible crisis nacional. No fue sorpresa para él cuando una nueva emergencia económica, esta vez mundial, azotara su trabajo de toda la vida, obligándolo a empezar desde cero, cosa que no fue excesivamente difícil, pues ya todo eso había sido previsto por él.
Presenció con una sonrisa estoica la graduación de José, así como también su primer día como empleado en la industria familiar. Asistió sin revisar sus planes –ya que los años le habían grabado su ingeniería de la vida en la cabeza– a la rimbombante boda de Ana y un tal nuevo rico llamado Mario. También estuvo en la boda de su otro hijo y, casualmente, en la graduación de su otra hija. Nada en su vida estuvo fuera de su programa. Veía a su existencia pasar como si estuviera sentado en un teatro, admirando una zarzuela prácticamente eterna, llena de nombres familiares, situaciones curiosas y momentos fuertes. No se trataba de una obra nueva, de esas de vanguardia, su libreto había sido escrito décadas antes, incluso siglos, pero don Camilo no se sentía como el escritor sino como un simple editor, alguien que había desempolvado ese guión y lo había reparado para ser puesto en escena. Más incluso, ya ni siquiera sabía si había tenido algo que ver con esa obra de teatro: ya no era más que parte de una audiencia silenciosa, un mero espectador más; pero volteaba y no había nadie más en la sala, su familia y amigos estaban montados en la tarima, actuando jovialmente, él estaba solo alejado de la escena, sentado en el fondo oscuro del teatro, aplaudiendo cuando así lo deseaba, pero sin estar seguro si el ruido llegaba al escenario. La llegada de la vejez lo alejó aún más de las tablas, esta vez los actores ni siquiera se percataban que estaban ante un público, por muy pequeño que fuera.
Al alcanzar a la chochera, se le cobró peaje a don Camilo. Una pierna rota le fue sustituida por un bastón, algo que había sido previsto, tal como recordó Artós cuando, mientras se reponía del golpe, había estado revisando su programa vital. Se dio cuenta de que la fecha de su muerte estaba más cerca de lo que podía acordarse, y que no se había comenzado a organizar como lo requería un suceso tan importante y con tantas repercusiones como lo es la muerte de la cabeza de la familia y del jefe de una prestigiosa empresa multinacional.
Cuando aprendió a moverse correctamente con un bastón y saludó por primera vez a sus dos nietos, Alberto y Gonzalo, hijos de Ana, decidió reunirse con sus abogados. Redactó el primer borrador de su testamento, dejándole la mitad del dinero y la empresa a José y a su nueva esposa –de quien nunca pudo aprenderse bien el nombre–, la otra mitad del dinero y la casa a Ana, y las joyas y la casa de verano a su mujer, Sandra. Se contentó con esta repartición, que beneficiaba a todos, y se jubiló.
Luego de esto, tal como lo había planeado, le diagnosticaron la enfermedad que tanto temió cuando era niño. El doctor se quedó pasmado cuando vio la tranquilidad y la firmeza con que don Camilo había tomado la noticia, teniendo la experiencia de que ninguno de sus pacientes se ponía tan alegre después de escucharla. Sí, alegre; una sonrisa se le dibujó a Artós en la cara luego de los exámenes médicos. Pero el doctor nunca sería capaz de distinguir una sonrisa de satisfacción (que era la única que conocía) de una de auténtica felicidad, pues era ese sentimiento el que atravesaba a don Camilo desde las canas de su escasa cabellera hasta las arrugas más viejas de sus pies. Era felicidad el único nombre que pudo darle a ese sentimiento de complacencia al haber cumplido con todo lo que esperaba de la vida, haber visto todos los paisajes que había querido ver, visitado todos los lugares que había querido visitar. Pero ya para este momento, en que la cercanía de la muerte le da a su víctima una inigualable capacidad de razonamiento, don Camilo dedujo que el querer en sí mismo no había sido otra cosa a lo largo de su existencia más que un simple esperar. La misma espera que uno siente cuando ve «Romeo y Julieta», impaciente por observar el final; luego, una espera teatral.
Acostado en su cama, solo entre las sábanas, con Sandra al lado sirviéndole de beber y reprochándole no haberse decidido a tomar la quimo, pidió una reunión con sus abogados. Cambió por completo su testamento, no dejándole nada a nadie excepto a sus nietos, quienes heredarían toda su fortuna. No le preocupaba lo que pudieran sentir los demás: José ya estaba a punto de convertirse en el nuevo director de la empresa, Sandra terminaría quedándose con las joyas y la casa de campo de cualquier manera, Alberto y Gonzalo no tendrían problemas en darle a sus padres parte del dinero y la casa en donde vivían. Así rió de esa misma auténtica felicidad por última vez don Camilo, ordenando el epitafio exacto que se pondría en su lápida, no carente de humor («Camilo Artós. Esposo, padre y abuelo. Planeó todo, hasta el lugar exacto de esta parcela»).
Cuando finalmente había llegado el día de su muerte –que había elegido el mismo día de su nacimiento, y perdónenle la ironía– sintió impaciencia por primera vez. La muerte era algo nuevo, de la que no podía imaginarse nada; por primera vez estaba seguro de que se sentiría sorprendido, y eso lo alegraba y lo ponía ansioso. Sus parientes nunca lo recordarían más feliz y activo que ese día. No cansado del sarcasmo con que había elegido la fecha, también con el mismo había elegido la hora: la una y cuarto de la tarde, la hora precisa de su nacimiento. Faltando quince minutos, don Camilo sacó de su almohada una pequeña pastilla de un veneno que le habían prometido que mataba al instante. Se quedó mirándola, maravillado de sus posibles efectos, observando el breve interludio que precedía al acto más importante de la obra de su vida, viéndolo reflejarse en la blancura hospitalaria de la píldora.
Quedaban ya cinco minutos cuando soltó inesperadamente la pastilla, dejándola caer en las sábanas. A don Camilo le temblaban las manos y ese mismo espasmo le recorría todo el cuerpo. Sentía cómo su pierna se rompía una y otra vez por el dolor fatal; estaba padeciendo la agonía que tanto había temido sufrir desde pequeño. La convulsión mortuoria no le dejaba utilizar la mente, valerse de su razón anciana, a excepción de un solo pensamiento que no había estado planeado, y era que el destino le había ganado a la hora de la verdad, rompiendo sus planes y haciendo con su cuerpo lo que le viniera en gana. La una y catorce tenía el reloj del médico que entraba estrepitosamente para salvar a su paciente, pero el último aliento llegó antes que sus drogas… y cinco, y cuatro, y tres, y dos, y uno.
Animus a Nemo,
7 de julio de 2008