De golpe

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Anoche vi una película. Y no dormí esa noche. No esperaba verla, jamás me imaginé que existiría una película así, ni siquiera. Bueno, la verdad supongo que no había ninguna razón para pensar que no podría existir, sino que más bien yo sé que una historia tan sublime no suele ser retratada en films comerciales como los que uno ve todos los días. No, una película así no podía estar financiada por grandes empresas. Por supuesto, no podía tener grandes efectos, ni una fotografía magistral, nada de banda sonora más allá de unos cuantos tangos en escenas que necesitan de ellos, pero los silencios incómodos son respetados siempre, ellos que son actores en sí mismos, que expresan mejor que nadie lo que se siente auténticamente en cada cuarto.

            Las circunstancias que me llevaron a verla fueron de lo más ordinarias. Yo, de noche, sentado, con un control en la mano. Estaba en un canal latino de bajo presupuesto (bajísimo, si hay que ser realistas) que usualmente no pasa buenas películas. Pero anoche no. Anoche estaban dando Sangre. No sabía qué era, ni de qué se trataba y la verdad era que no importaba demasiado, estaba tan cansado y la noche tan avanzada que la habría visto de todos modos, aunque la juzgara terrible desde un principio. La juzgué inocente, una película más de crimen, quizás; el título ya habla por sí solo. Mas debí haberla juzgado, verdaderamente, como terrible. Pero terrible como el cambio, nunca como algo malo. Con el avance del film me di cuenta de que no había más crimen que el que sufriera un padre, muerto en una situación sospechosa mientras los dos protagonistas eran niños, sus hijos. La madre es quien sufre la muerte. Los niños sólo la metaforizan. Eso hace Martín con sus películas: metaforizar la muerte de su padre. Con sangre.

            Pero el film no trata de eso; el trabajo de Martín y el de Nicolás, su hermano, son adornos de la historia. Todo es un gran adorno para llegar al final. La madre enferma. Nicolás solo, con ella. Martín solo, y lejos. Es una soledad inexorable que se respira a lo largo de toda la película, una soledad demasiado real para poder ser llevada al celuloide pero que, sin embargo, logra expresarse con una naturalidad pesada, que cae como un yunque sobre la realidad del espectador. Así me cayó a mí, doliéndome pero sin poder levantarme, presionando mi abdomen, inmovilizándome en mi silla. Por más que quisiera librarme de ese peso tan terrible no tenía fuerzas para levantar ese yunque. Y, aunque lo lograra, me encontraría luego aprisionado por otro más cercano a mí: mi propia soledad. Ese yunque de la película no provocó ningún trauma sino una catarsis desprevenida, desesperada, que me llevó a materializarlo sobre mí. Transportarlo de la pantalla a mi costado. Los tres personajes se sienten solos cuando no hay nadie alrededor, pero cuando están los tres juntos la soledad se disfraza de otra cosa. El agente extraño aquí es la madre moribunda, abnegada hasta la muerte, dispuesta a sacrificar su salud por el bienestar de sus hijos, especialmente el de Nicolás quien vive con ella mientras Martín está de viaje filmando su película. Ella destruye el sentimiento de soledad de sus hijos, pero procurando siempre dejar el germen de la emoción intacto, para que pueda renacer y llevarlos de nuevo a sus brazos. La madre controla la soledad de sus hijos. Pero la cercanía de la muerte, la seguridad de su llegada, es demasiado grande; la madre no puede dejar el germen vivo en sus hijos, esta vez debe destruirlo por completo. Es esa soledad que no se acaba nunca, y que sólo puede decorarse, disfrazarse. Es la soledad de nuestros días, más sola que nunca. Y es ella, abrasadora, apesadumbrada, la que nos humedece los ojos. Ella está en ese desierto hundido en brisas bestiales, en donde el hombre se quita la chaqueta… y la lanza al aire… la camisa… y la lanza también… y en donde encuentra una piedra, sola, como él, como yo, como tú… y la lanza… y la persigue… y se pierde corriendo en el desierto de los vientos feroces.

            Nicolás está solo, sin novia, sin amigos… con su madre. Martín está solo, lejos, sin su familia… con el fantasma de su padre. La madre está sola, con su tos, sus pastillas, sus gotas, sus vasos de agua, su Nicolás, su espera por Martín y por la muerte. Pero no es la soledad el tema de la película, es mucho más profundo.

            ¿Es la familia? Es, quizá, la imposibilidad de escapar de ella. Martín regresa a su casa, llega al tono de un piano a dueto: son Nicolás y la madre. El primero llora, la segunda tose, pero ambos tocan. Yo mismo sacrifiqué una noche con mi familia para quedarme vagando en mi casa, viendo este tipo de películas, sólo para darme cuenta de que esos momentos son insacrificables. Pero la paradoja está en que si no hubiera sacrificado esa noche, nunca me habría dado cuenta de esa verdad. La decisión fatídica fue, aparentemente, la conciencia antes que la ignorancia. La única manera de escapar del peso de ese yunque solitario, aunque sea por un instante, es la familia. Es la Sangre.

            Pero la familia es un pequeño tema del film, no lo es todo. Lo mismo ocurre con la muerte. Aparece en las metáforas y se quita la máscara en el final, cuando muere la madre, cuando desaparece su cuarto, cuando llora el gato en la nueva casa de Nicolás. La muerte une antes de destruir. Pero aquélla siempre precede a ésta otra: la unión a la destrucción. No hay escape. La muerte está siempre desnuda, a pesar de lo mucho que tratara Martín de embellecerla, de pintarla de blanco. Y la muerte de la madre lo es todo para el desenlace de la historia, sólo ella podía definir el verdadero tema del film, que va más allá de la soledad y de la familia, e incluso del arte en sí mismo.

            «Quiero hacer una película de amor» le dice Martín a su hermano. Ése es el tema. El amor. Nunca se ha tratado de otra cosa. Sangre es una película de amor. Bien no haya un galán, o mujeres en busca de sexo y marido, el amor de Sangre es uno mucho más puro y más simple. Es un triángulo amoroso que suelta agudas notas fraternales, cada golpe es la reafirmación del amor de sangre, uno del que no puede huirse. Ningún adulterio puede romper este amor, ninguna relación a distancia, ninguna «otra mujer». Para bien o para mal, uno no se puede divorciar de su hermano, o anular la relación madre-hijo. Eso es amor. Esa cárcel de máxima seguridad donde uno no puede fugarse por más que lo intente. Si uno se da cuenta a tiempo puede que llegue a disfrutarlo, pero si no sólo lo padece. Es ese amor el que destruye al germen de la soledad que la madre avivaba, él (el amor) reúne a Martín y a Nicolás caminando por el parque, sonriendo. Qué fuerte. Qué simple. Qué puro. El amor de Sangre.

            Pero es la verosimilitud, la realidad de todo el film la que hace que sea tan fuerte, tan simple y tan puro. No importa si la historia fue totalmente inventada, fruto de la imaginación de los escritores y del director: la historia es siempre real. Las angustias de los personajes, sus sentimientos, sus palabras…los abrazos y los besos. Todo es real. Muchos dicen que las películas no son confiables, que nos pintan realidades fantásticas. Se niegan a aceptar realidades tan verdaderas como la soledad terrible de los hombres de hoy, la muerte innegable y el amor fraternal. Es la realidad la que materializa el yunque, la que resucita al germen, la que hace correr la sangre. Sólo ese tipo de películas, las verdaderas, son las que nos hacen crecer a pesar de nuestra soledad, de la muerte y del amor. Las que nos hacen madurar hacia un nuevo nivel, que nos derrumban nuestros principios y los arreglan con cemento nuevo. Madurar de golpe. De golpe. Siempre de golpe. La evolución paulatina no enseña nada aparte de la rutina y la perseverancia. Los cambios drásticos son los que nos dibujan los verdaderos temas de nuestra vida. A pincelazos. Los golpes, los retos, son manchas imprescindibles en el lienzo de nuestra vida. Y sólo ese puntillismo brutal es el que nos permite aprender las cosas que son verdaderamente importantes. No sería nada de nosotros en un mundo pasivo, sin golpes, sin retos, sin pincelazos. La paz es el disparo suicida de la humanidad, que nos estanca en lo común, en lo correcto, en lo bueno, en lo justo. Estancados estaríamos, sin los valores que sólo pueden ser aprendidos de golpe. La soledad. La muerte. El amor.

            Yo mismo me veo muchísimo en Martín, en su eterna búsqueda de inspiración y de la verdad en sitios inhóspitos, en su necesidad de metaforizar esa verdad que cree haber encontrado. De golpe. Yo me veo demasiado en Nicolás, solo, abnegado al cuidado de su madre como ella lo estuvo para el suyo, creándose mundos para escapar de la realidad y del recuerdo fantasmal de un pasado que no llegó a conocer más allá de los cuentos que le echaban. De golpe. Yo me veo más de lo saludable en la madre, esperando combatir la soledad mortecina con las extensiones de su cuerpo, sus hijos; esperando el esputo seco que se anuncia en su tos. De golpe. Esperando la soledad, la muerte y el amor, que sólo pueden llegar de golpe.

Rodny Valbuena Toba,

10 de julio de 2008

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