El cáncer negro, un tupido tumor que desbordaba la boca del paciente, parecía respirar por sí mismo cada vez que el cuerpo inhalaba: Un sonido carrasposo, un rasguño cansado, un edificio derrumbándose en cada bocanada que el moribundo enclenque mordía y arrebataba al ambiente hospitalario.
La enfermera se acercó con su indiferencia habitual, con el rictus de sus labios y las cejas entretejidas al escrutar las máquinas para llenar las planillas de anotaciones. En este pabellón prevalecía las ciencia: Una retahíla de aparatos máquinas implementos botones sondas agujas monitores electrodos respiradores bombas sueros computadoras desfilaban diariamente frente al paciente para corroborar, cada vez con más exactitud, que todo estaba perdido.
Los familiares lo habían abandonado poco a poco, dando la espalda a la esperanza, viendo cualquier mejoría esfumarse entre las torpes manos médicas que vaticinaban tratamientos y soluciones maravillosas, intervenían, operaban y luego explicaban que los resultados, si bien no contundentes, eran signo de un innegable avance en la condición del paciente. La gente intercambiaba su mirada incrédula entre el discurso optimista del galeno y la piltrafa humana que se retorcía en la camilla, arcándose con cada espasmo de tos que proyectaba más allá de sus ojos llorosos y enrojecidos.
Para algunos, el deterioro del paciente había sido tan gradual que apenas podían recordar tiempos mejores, en los cuales el vigoroso cuerpo estaba en boca de todos aquellos que lo perfilaban como ejemplo y signo de esperanza. Esos momentos cuando todo le era posible, cuando bastaba con pronunciar una frase o un reto para que las personas creyeran que lo llevaría a cabo. Paulatinamente, las cosas fueron degenerando. Un achaque aquí, un traspiés allá, qué mala suerte, qué apuesta tan arriesgada… y allí estaba, reducido a un estado vegetativo con sangre negra como el betún corriéndole por las venas atropelladamente y de forma congestionada. Caracas, la antigua promesa. El valle heredero de nutridos fluidos que circulaban por su cuerpo con gracia y empeño juvenil. La enfermera observó una arteria tapada hervir con la presión del líquido sucio para formar una burbuja espesa que creció y estalló proyectando un olor a podredumbre por la habitación.
El paciente cruzó su mirada, asintió y dio la orden final. Era el momento de detener este sufrimiento, de acostar este cuerpo cansado una vez por todas. La enfermera entendió la súplica silenciosa, dio media vuelta y desapareció hacia el pasillo.
Caracas vio entrar al Doctor de bata blanca, inmaculada, seguido de la enfermera, cuya expresión no cambiaba. Lo miraron. Lo estudiaron. Conferenciaron en voz baja. Susurraron. Lo señalaron. Vieron el tumor negro expandirse en su boca, escucharon el raspado del cáncer contra su paladar, apretaron sus pulmones envueltos en una nube de contaminación y trataron de descongestionar las arterias. El diagnóstico era irrefutable.
La mano del Doctor se acercó a la máquina, envolviendo el cable con sus esbeltos dedos de cirujano. Echó una última mirada al paciente. Caracas parpadeó. Un resplandor de alivio iluminó su rostro mientras exhaló su última bocanada de aire y su fatigado cuerpo dejó de palpitar al ritmo de los latidos electrónicos que iban desacelerándose lentamente.
Poco después, la enfermera inclinó la cabeza para estudiar el cadáver. Levantó uno de sus brazos por la muñeca y lo dejó caer, inerte, en las inmaculadas sábanas. Frunció el seño al ver el tumor estallar y reventarse en la boca del paciente, dejando correr un líquido negruzco por los pálidos labios. Se acercó, curiosa, y afincó un bolígrafo en la recién explotada tumescencia. Un olor fétido acompañó el riachuelo de petróleo que empezó a abrirse paso por el mentón y el cuello del paciente, hasta perderse en el mar blanco de la cama.
La enfermera rió y sacudió la cabeza con desprecio antes de tomar la sábana y cubrir el cuerpo del difunto.