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Las señoras de bien

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Las señoras aman el balance en las pensiones, el pago semanal por el tributo social, acaparado los domingos, en mañanas que, por cumplir con un trámite carnal, su posesión hace gala del puesto que ocupa. Las señoras saben que no obtienen los mejores besos de una boca pero, besos al fin, sin versos ni magia, forman parte del condominio que pagan en sus viajes a la tintorería.
Las patronas carecen de deseos. Hace mucho dejaron de sentir mariposas. Fingir bienestar emocional es esfuerzo diario, máscara ante las vecinas que compiten la mejor mueca.
Después de todo, el trofeo vale la pena. Algún día descubrirán un detalle que siembre la duda. Será cuestión de enterrarlo y vendarse los ojos.
Las damas dignas no saben ya de amor. Son muchos años remojando la ropa en retribución por la firma y el cobro mensual de la factura que incluye haber ahogado un sentimiento en el lavaplatos.
Ellas ignoran el silencio del compañero. Más vale callar que obtener respuestas que hipotequen tanto tiempo de servicio. Rezan por la unión de la familia, por la perfección social a los ojos ajenos e importa poco si es de verdad.
Las señoras decentes preparan pociones con esmero que anulan las ganas y justifican los dolores de cabeza. Un día les piden alzar una copa de vino y ya no encuentran motivos para brindar.
Un día advierten que una cualquiera sopló en su pulcra ventana. Y el mundo se deshace, la culpa hierve en los fogones, el deseo se aviva con venganza y nunca más vuelven a ser las mismas.
Entonces aparece la herencia que nunca se pensó, se publican las heridas, se vuelven víctimas en el confesionario y baten documentos al viento.  Y el títere comienza el amargo camino del reproche por la ausencia de pasión.
Así suelen ser las señoras de bien.

Sabes que mejor que yo que, hasta los huesos
Solo calan los besos que no has dado… los labios del pecado
Joaquin Sabina

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