Tenía una reunión en el centro y estacioné en el Hilton (al cual seguiré llamando Hilton, como seguiré diciendo ‘Congreso’: por puro y auténtico espíritu rebelde). Era temprano y me senté en el lobby a esperar, a trabajar un poco mientras daba la hora justa para enfrentar a la auténtica Caracas.
Frente a mi, en otra butaca, estaba un tipo vestido dos o tres ordenes de magnitud mejor que yo, hablando por celular. Unos segundos de su voz me hicieron darme cuenta de que era cubano. El lobby entero estaba lleno de cubanos bañaditos y perfumados, listos para ir a trabajar.
Las razones son obvias: a menos que sean absolutamente sumisos –o silentes– los profesionales universitarios les resultan incómodos al estado venezolano. Así que, impulsados por resentimiento o convicción, los expulsaron a todos. Pensaron que a punta de fuerza bruta iban a echar a andar una revolución, que si ponían a todos sus militantes a trabajar para el estado, alcanzaríamos el progreso.
Honestamente, nunca pensé que esa pequeña crisis de refugiados tendría consecuencias tan severas. Pensé que habían partisanos suficientemente capaces como para crear al menos una fantasía de progreso. No fue así, tuvieron que importar profesionales. Pero ¿quién en su sano juicio quiere trabajar en Venezuela? Sólo aquellos motivados por estados aún más siniestros. El Caracas Hilton es también, de alguna forma, un albergue de apátridas.
En el Centro Parque Carabobo, mientras pienso todo esto frente a una vitrina, un señor muy afable, muy humilde, me pregunta si yo creo que esa laptop puede ser un buen regalo para su nieto de 9 años. Me recupero rápido de la sorpresa y le explico que por el mismo precio puede comprar dos computadoras.
-¿Si? pero si apenas son 3500 BsF.
Apenas.
Es verdad. En otra parte de América Latina podrías intentar vivir con 1600 dólares, pero en Venezuela apenas arañas la superficie. Todo cuesta el doble, el triple. Cuatro veces más. Estos billetes de monopolio, la distorsión económica en la que vivimos, nos han hecho perder la noción del precio real de las cosas, de lo significan las palabras valor y servicio. Ni siquiera el trueque puede funcionar. Hemos abandonado las nociones más elementales del intercambio.
Por eso, todos los días entregamos 129 mil dólares de petróleo con dos años de gracia y veinte para pagar, a 2% de interés. Por eso, subsidiamos 14 mil millones de dólares al año de gasolina a la clase media venezolana. Por eso, gastamos 10 mil millones de dólares en tres años comprando juguetes de guerra que por culillo jamás usaremos contra otro ejército. Por eso, mientras esta ciudad se destruye hasta en la memoria de sus habitantes, nos piden ahorro.
En la Avenida Fuerzas Armadas, el canal que baja de Socarrás a Corazón de Jesús, es de tierra por primera vez en cincuenta años. Me gustaría fantasear que es por Buscaracas. Es imposible transitar la avenida en carro y no menos difícil hacerlo a pie: los árboles han reventado la acera y caminamos sobre raíces, esquivando a policías metropolitanos, dueños de la ciudad, que violentan el tránsito peatonal mientras hacen diligencias personales.
Cruzo en Socarrás y por una de esas malditas casualidades, por un juego siniestro de Dios, el coro de una canción se escapa de una tienda de telas:
Dime por qué la quiero tanto
dime por qué no la puedo dejar.
Si. ¿Por qué?