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El gris de los helechos

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“Pudo distinguir una forma alargada, más oscura que el gris de los helechos, sobre la pendiente, y le había parecido que se trataba de un ser humano en busca de ayuda”

Dicen que cuando uno sueña en francés, el idioma no se le olvida jamás. Que pueden pasarle los años y los siglos, que la senilidad puede borrarle cualquier cosa de la memoria, pero nunca el francés.

Dicen también que había una quinta en mi pueblo con tres columnas blancas que sostenían un tímpano ennegrecido por la humedad, en donde vivía una anciana mujer llamada Teresa. Dicen que era tan pálida que era imposible distinguirla cuando salía al patio y se recostaba de alguna de sus columnas, cubierta solamente por una bata albina que, a pesar de no quitársela bajo ninguna circunstancia, continuaba siendo tan inmaculada como la primera vez que la usó. Dicen que es impermeable al tiempo y las manchas, tal como su mente, llena de los lunares típicos de la vejez que suelen cubrir los recuerdos antes que a la piel; que su único pasatiempo era cuidar de su jardín: llorar cuando florecía una margarita y lamentarse con las cayenas marchitas. Y recostarse de sus columnas virginales, tan blancas que, dicen, no se podían ver las grietas a simple vista.

Dicen en mi pueblo que la vieja no es de aquí, que viene de Francia, y del Líbano, y de Suiza, pero que no es tan rica como suena. Dicen que era una simple criada que le servía de nodriza a una familia rica de españoles que viajaban por todo el mundo a razón del patriarca, que era diplomático. Que su cosmopolitismo no es auténtico, sino tan válido como lo fuera adjudicarle la genialidad de la Capilla Sixtina al Papa. Dicen que se casó con un leonés acomodado en París, renunció a su familia y se vino a Sudamérica; que engendró a su propia casta en la quinta del tímpano húmedo y las níveas columnas.

Entre su descendencia se cuentan una hembra y dos varones. María Ingrata, la hija, era una de esas mujeres que, a pesar de casarse y hacer su propia familia, son incapaces de vivir para sí mismas; tienen la extraña condición que unos llaman altruismo, pero que otros prefieren como obsesión… entre estos otros está la gente de mi pueblo. Dicen que la vejez le llegó a Teresa en forma de olvido, y de artritis, y de qué sé yo qué otros males seniles, y que, de inmediato, María Ingrata abandonó todo para encargarse de ella. Dicen que los hijos, en cambio, huyeron cada uno por su lado, ignorando las toses de su madre y presuponiendo los auxilios de su hermana. Aunque se dice, más bien, que la obsesión de María Ingrata por escapar de su propia existencia no le permitía pedirle ayuda a nadie: mientras más fuerte y pesada la tarea, mejor, dicen.

Dicen que el jardín de la casa de las columnas blancas termina abruptamente en un barranco a través del cual la eterna fila de jardineros ha trazado su propio sendero para cuidar de los árboles que crecían al fondo de la pendiente, un camino que lleva ese nombre a fuerza de las cicatrices de las botas que ya no dejan crecer la hierba en ese lugar; que el barranco está plagado de madrigueras de culebras que salen en las noches a cazar en el jardín de Teresa, estropeando las margaritas y las cayenas. Dicen, incluso, que algunas veces una que otra serpiente se desliza hasta el interior de la casa del tímpano negro, pero que la blancura de las paredes, y de los muebles, y del suelo, la obligan a esconderse dentro de la chimenea, hogar temerario de los murciélagos y de las ratas que sólo son molestados cuando diciembre comienza a desplomarse, o en los materos de donde caen majestuosamente las espaldas de los helechos, lugar perfecto para ocultarse y atacar pues los helechos cuelgan del techo de la terraza, justo al lado de las puertas de cristal.

Cuentan que sus nietos la han olvidado a razón del contraste de edades, cosa que no suele pasar dentro de una familia, qué escándalo. Que de vez en cuando, raras veces, la van a visitar, y que se sientan en el jardín en flor a escuchar siempre la misma conversación. Dicen que la vieja no para de hablar de su vida en Europa, donde aprendió a hablar francés; que una vez soñó en francés, y que, desde entonces, no se le olvidó jamás; y que luego intenta entablar una discusión francesa con uno de sus nietos y se sorprende cada vez que éste le responde, y que siempre son las mismas palabras.

—Tu m’aimes?

—Oui, grandmère, je t’aime.

Uno de sus nietos dice que una hora con Teresa basta para conocerla por completo, pues uno puede estar seguro que en las horas que la suceden escuchará exactamente el mismo discurso, como si nunca antes hubiera pasado.

Pues dicen que el día que el terremoto destruyó a mi pueblo, ni sus nietos ni sus hijos estaban allí, sólo María Ingrata cuidando de su madre sin recibir ninguna gratitud. Dicen que comenzó con pequeños temblores, unos en las manos, otros en la tierra, y que fueron creciendo en magnitud conforme avanzaba la noche. Dicen que lo primero que vio Teresa antes de que crujiera su mundo fue una margarita deshojada por el fuerte viento de octubre, y que ordenó a su hija que detuviera sus cuidados solidarios y que la acompañara al jardín para ver más de cerca al aljófar desvirgado. María Ingrata le advirtió sobre las culebras ocultas en los helechos, y de las que salían a cazar por esas horas, pero Teresa ya no podía escuchar nada más que los sonidos que le ofreciera la tierra pues, al acercarse uno al fin, dicen, se hace sordo a todo aquello que no tiene importancia, en este caso: María Ingrata. Cuentan que, a pesar de todo, Teresa bajó las escaleras, manchando de sudor nervioso el pasamanos por primera vez en la historia de la casa de las paredes inmaculadas, nervios que no surgían de los siseos que envolvían toda la casa y que anunciaban una desgracia, sino terror por haber perdido a su margarita pródiga.

Narran los que vivían en mi pueblo que esa noche el viento soplaba inusualmente, como perseguido por una crueldad, y que la bata de Teresa se mecía a su ritmo, siendo manchada por gotas de rocío que se adelantaban a su hora, espantadas ante la barbarie temible que perseguía al viento nocturno. María Ingrata se quedó entre las columnas aún blancas en la noche, gritándole a su madre que se metiera en la casa, que el frío la iba a matar. Pero que, al tocar Teresa su planta preferida, una enorme grieta se tragó a la flor marchita, junto con las cayenas y el resto de las margaritas. Dicen que Teresa vio horrorizada cómo su jardín se perforaba cerca de la entrada, cerca de las columnas, y cerca de todas partes, dejándola aislada junto al barranco en una isla de playas de polvo y piedra, observando a su hija huir despavorida al interior de la quinta de los muebles albos y tropezarse con un helecho que se había derramado sobre la terraza. El verdor usual de la fronda había sido sustituido por un gris inerte y silencioso que María Ingrata señaló como fenómeno de la noche, sin saber que esa mustia sombra se había arrastrado desde el matero hasta ella.

Dicen que la pobre Teresa vio desde lejos al gris de los helechos engrandecerse y tragarse a su hija en su oscuridad, y que oyó perfectamente el siseo que la consumió gracias a su sordera mortuoria, de la que ya se ha comentado. Allí se desmayó la anciana, cayendo fortuitamente dentro de una madriguera de serpientes que había sido vaciada por el tiempo de la caza nocturna, y cuyos ocupantes no regresarían luego del cataclismo que perseguía al viento y ahuyentaba al rocío. La encontraron sucia y sonrojada, como nunca antes lo había estado, pero viva: la única sobreviviente de la casa cuyas columnas, agrietadas por el temblor, ya no eran blancas; cuyas paredes se habían manchado por la lluvia y las piedras que volaban; y cuyo tímpano había sido blanqueado al sacudírsele toda la humedad que lo disfrazaba de azabache.

Cuentan que los nietos no volvieron y que los hijos la dieron por muerta, dejándola sola en la casa de la fachada decadente. Relatan que nunca más se cambió la bata, y que no arregló ni los helechos ni el jardín. Dicen que aún vive la desgraciada, echando el cuento de su vida en una hora y luego volviéndolo a repetir, sólo que sin recibir la respuesta en francés que esperaba de su nieto; que la paz fúnebre no la ha alcanzado y que parece que no le llegará jamás, abandonándola en sus cien años de senectud. Narran que se le escucha de vez en cuando murmurar que está al borde del barranco de su jardín, pidiendo auxilio en susurros y encontrándose envuelta en una oscuridad más terrible que su propia vejez, que el gris de los helechos. Se ha hecho leyenda que ninguna noche pasa sin que sueñe en francés. On dit que le cadavre exquis boira le vin nouveau.

Animus a Nemo,

Octubre de 2008.

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