Comenzó el último Festival de cine de Mérida, un evento feísimo, caduco, obsoleto, de lo peor de su especie. Fabricado acá para el deleite y el disfrute de cuatro gatos.
Hay Festivales malos, terribles y decadentes. Biarritz, por ejemplo, es malo. San Sebastián es medio terrible. Pero sin duda, Mérida se lleva la Palma de la decadencia. Allí no se discute nada interesante, no se ve nada interesante y sólo se promueve la glorificación oligofrénica del cine nacional, bajo los bombos y platillos de la propaganda interesada.
La rosquita organizadora del Festival carece de consistencia intelectual, y cuenta con el apoyo de periodistas resignados y lamebotas, quienes van para allá a celebrarle las bolserías y los lugares comunes a la imposible presidenta de la institución, Karina Gómez Franco, una supuesta promotora cultural cuyo único aval es aparecer desnuda en la más reciente chaborrada digital de Leonardo Henríquez. Por supuesto, Karina Gómez no sabe nada de cine, es una completa ignorante en la materia, y hasta un estudiante de la U.L.A. podría dejarla en ridículo con una pregunta incómoda.
Pero como la señora tiene poder, un podercito pequeño de Doña Bárbara de Gochywood, la mayoría de los impostores del gremio le siguen la corriente y le hacen la corte para ser invitados a su ritual bufonesco, donde se le masajea el ego a los perdedores y a los dependientes de la teta del C.N.A.C., sin hablar de los mercenarios de la Villa del cine, contratados a dedo para adaptar guiones fallidos. Así se resuelven las cosas en La Villa del Cine, a dedo limpio, al margen de la ley, como en las mafias, como en las roscas del pasado. Los resultados saltan a la vista.
Hoy en día, la tan cacareada cantidad de estrenos no se corresponde con el más mínimo control de calidad, dando como resultado una fila de bancarrotas anunciadas desde el plano estético hasta el financiero.
Bodrios como “Perros Corazones”, “La Virgen Negra” y “1,2,3 Mujeres” reafirman la tendencia y la condición de un cine pretendidamente autoral, suedoprogresista y seudocomprometido con las grandes causas fundantes de la revolución social, aunque muy conservador en el fondo de su inane acabado argumental.
Desastres ideológicos y partisanos como “Comando X” certifican la visión políticamente estrecha de la Villa del Cine al mando del combo de Lorena Almarza y Juan Carlos Lossada, incapaces de traspasar la frontera del MINCI o de superar la línea editorial impuesta por Héctor Soto desde la cabeza de Ministerio de Cultura, a la órdenes del “Comando” de campaña del P.S.U.V.
No por casualidad, el arribo inminente de varios lanzamientos locales y criollos coincidirá con la víspera de las elecciones regionales, con el propósito y despropósito de lucirlos en los medios como emblemas y estandartes de una pujante industria nacional, respaldada por la revolución bonita y su chorro de petrodólares inflados por la guerra de Irak.
En efecto, el espejismo de la industria nacional carece de futuro, porque depende en demasía del dinero de los contribuyentes y de la renta de PDVSA, a espaldas del grueso del público.
De hecho, la audiencia venezolana resiste silenciosamente a la oferta de películas y encargos de La Villa, al no identificarse con ellos y tampoco con sus obvias truculencias chavistas disfrazadas de pensamiento adelantado de izquierda. Apenas 200 mil personas en promedio se dejan engañar y embaucar por semejantes ardides publicitarios, impulsados por el engranaje mediático orquestado por el goelbesiano Andrés Izarra, suerte de figura nefasta y simbólica del despotismo de la comunicación en ejercicio.
Ahora, la llegada de otro descalabro económico de la talla de “La Virgen Negra”, pone en evidencia todas las contradicciones políticas de la izquierda y la derecha, para demostrar su inevitable fundición ética en la pantalla oscura. Sin querer queriendo, “La Virgen Negra” reafirma el auténtico pasticho ideológico, a camino entre la oposición y el oficialismo, de los tiempos posmodernos en el país de Don Hugo. Para empezar, “La Virgen Negra” es una película dirigida por el hijo de Leopoldo Castillo, con un presupuesto de un millardo de bolívares viejos concedidos por el C.N.A.C. Después de terminada, el estado la promociona, nuevamente, como un testimonio de la obra de gobierno. Finalmente, Globovisión y VTV se unen y se dan la mano para vender la moto del chamo del Ciudadano, en total sincronía de ideas y conceptos. El travestismo y el camaleonismo pragmático de lado y lado, queda así manifestado y retratado ante los flashes de la agenda cultural.
De todo ello y mucho más se hace eco el Festival de Mérida de una forma absolutamente ciega, ensalzadora y aparentemente inocente, con una sonrisita hipócrita de éxito, orgullo propio y felicidad entre labios. Detrás de ella, como siempre, se esconden oscuros manejos, corruptelas y servilismos de poca monta;se escabullen los intereses egocéntricos de una camarilla de pedigueños y vampiros en la Habana, encantados de chupar la sangre del erario público. Por ende, el Festival de Mérida reúne a lo más granado de nuestra élite de esbirros del proceso, de secuaces de la Villa, de sanguijuelas y de supuestos creadores independientes, financiados por el status quo. Un ejercito de rebeldes y de incomprendidos, movidos por los hilos del mecenazgo delincuencial detrás del caso Antonini Wilson y pare usted de contar.
Por supuesto, nada ni nadie hablará de esto y de aquello a lo largo y ancho del Festival de Mérida, pues su objetivo real es continuar distrayendo a la opinión pública con su circo de variedades y atracciones culturales, a beneficio de los simpáticos muchachitos del Páramo.
En definitiva, el Festival de Mérida funciona como un gigantesco biombo kistch, donde se pretende ocultar la enfermedad crónica del cine nacional a través de montajes chapuceros e ilusiones varias, como la incorporación a sus filas de la mentada ganadora del Oscar por el cortometraje “Pedro y El Lobo”. Su participación en el jurado viene a corroborar el carácter superficial y oportunista de la empresa, en su incapacidad de afrontar retos mayores y al margen de las banalidades coyunturales promovidas por la prensa.
El deber del Festival sería propiciar la discusión y el desmontaje del fenómeno aludido. En lugar de ello, Mérida 2008 cumple con la tarea y con la misión cultura de confundir al respetable por medio de la exaltación de una falsa mitología encarnada por un star system de pacotilla y por un endeble cuerpo de realizadores precarios, recién salidos del horno para ser beatificados por sus congéneres. Es una necedad autoreferencial y autoindulgente, a boicotear, a derribar y a reformular a corto plazo. Por lo pronto, el show de la mediocridad prosigue su racha entre poses de Tarantino, aires de estrella y homenajes nefastos a figuras como Mimí Lazo, ícono posmoderno de la indiferencia y del apoliticismo pragmático del gremio. Por algo le dicen Niní Lazo. Imposible una mejor reducción semiótica para el Festival de Mérida, así como los sempiternos amordazados de Édgar Ramírez y Ruddy Rodríguez fungieron de imagen para el Festival de Margarita. Bienvenidos sean todos a la compra de un gremio por unas cuantas monedas, algo de fama, mucho ruido y pocas nueces. Es el tiempo de la autocensura por compromiso y del silencio por conveniencia. Ojalá podamos impedir, algún día, que el cine nacional muera callado.