Los domingos el Denis siempre se despierta como entre las diez y las once de la mañana, tantea las entrepiernas de Luz que se abren sin un mínimo de resistencia, le hecha un polvo de los rápidos, más bien se masturba con el cuerpo de ella y no con la mano, y luego le dice que se levante a hacerle café. Ella obedece, tan sólo por el placer de que la gente le tenga miedo a su paso por la calle por ser la hembra de él. Sobre la mesita de al lado de la cama está la inseparable 9 mm. Recuerda, cómo si fuese parte de una vieja película, la noche anterior. Una banda contra la otra, muy cerca de La Morán, plomo parejo, quién los manda a enviar un jíbaro a su territorio. Cayó el Carlos por becerro, mira qué quedarse sin proyectiles en plena plomazón y lo cosieron parejo. Ya su familia lo recogerá en la morgue. Pero también cayeron dos de la banda del Nené. Nada mal uno por dos. También cayeron dos transeúntes que no tenían vela en aquel entierro, padre e hijo. Quién los manda, a esa hora esto es territorio apache, nadie transita y sale sano. Sobran pelaitos para reemplazar al Carlos, muchos son los que se desviven por tener un cañón en las manos, sobre todo para amenazar, amedrentar y que te tengan miedo los vecinos. El Denis se levanta y se prepara un porro de mediano calibre, la llama del encendedor activa el humo que quiere escapar hacia arriba pero es succionado suavemente por los labios. Lo aspira lentamente con el café para que el pazón de la mañana se diluya. Se sienta en la sala y le pide a Luz que le encienda la tele para ver su programa favorito y allí está como todos los domingos el único profesor que había tenido desde que abandonó el primer año de bachillerato. También le pide a la chica la libreta, el kilométrico y va anotando.
– Regañar, burlarse y humillar a los secuaces en público para que vean quién tiene el poder absoluto.
Esto lo había practicado dándole patada por el trasero a alguno de sus secuaces y retándoles a que le hicieran algo.
– Amenazar al enemigo todo el tiempo, es decir, las otras bandas – Apuntaba en la libreta.
– Desafiar a las autoridades, pedirles que lo denuncien si se atreven para que sepan los que le puede pasar.
Nadie de la asociación de vecinos se atrevía a denunciarlo y el que lo hiciera pa’l hoyo.
– Más armas para defender el territorio.
Cierto, comprar más armas a los pacos y G-enes de los parques obsoletos o de los decomisos. Pedirles armas rusas porque las gringas y sus municiones poco a poco van a desaparecer.
– Plomo al invasor foráneo y a sus lacayos.
Plomo a las otras bandas y al que se atraviese en el camino.
– Amenazar con desaparecer del mapa a quién tenga un mínimo de criterio propio.
Mosca con los compinches que quieran tumbarme del poder. Desaparecerlos del mapa, es decir, volverlos chicharrón.
– Retar hasta al más pintado delante de de una cámara.
Desafiar a cualquiera, pero eso sí, sólo cuando tenga el cañón en la mano.
– Hacerse la víctima y el más inocente de todos los corderos.
Esto último le hizo recordar al Denis la vez que lo cercaron en un callejón por allá por El Guarataro, con el arma encasquillada y los compinches escabullidos como ratas por las escaleras. Habían matado al portugués del abasto en el atraco. Allí, sólo y sin secuaces lloró como un bebé, decía que los otros lo habían obligado, que él no había disparado y que se arrepentía de haber participado en el atraco. La gente lo había rociado con gasolina y ya estaban a punto de pegarle candela cuando apareció la policía y se lo llevó. Al mes andaba nuevamente por las calles, al año ya cinco de los que había identificado en la paliza que la habían dado, estaban bajo tierra, incluyendo a dos que querían salvarle el pellejo y entregarlo a la policía, y otros habían tenido que mudarse de barrio o irse de la capital.
Su profesor contaba en la pantalla anécdotas de su infancia y de unos dolores de tripa que hacían reír al Denis con mayor facilidad por los efectos alucinógenos.
Continuó anotando:
– Prometerle a la gente del barrio que vivirán seguros bajo su protección aunque me tengan miedo.
– Jamás asumir ninguna culpa. Son señales de debilidad. Amenazar como respuesta.
Creía tener convencido con su labia a los vecinos de que el portugués era un especulador, que acaparaba y vendía los alimentos al precio que le daba la gana y que lo suyo había sido un acto de justicia popular.
Cuando terminó el programa ya Luz le tenía preparada una zambumbia parecida a las que comía la única vez que pagó cana en la grande por largo tiempo antes de ganarse con un buen pago la bonita libertad. Apagó la TV, se sentó a la mesa y dijo.
– Tremendo profesor el que me gasto, ¿no?-
– Mejor que ese no hay – Le respondió Luz con una sonrisita mas bien de resignación.