Las biopics de los últimos años son fastidiosas, no porque las vidas de los biopiciados no merezcan ser contadas sino porque los directores que se han aventurado a hacer biopics en los últimos años lo han hecho cocinando y recalentando una fórmula qué, al igual que el café recalentado, sabe amarga y pierde el sabor de tanto repetirse. No voy a hablar del tema porque ya lo hice con motivo del estreno de “La Vida en Rosa”.
Por eso Control la historia de Ian Curtis dirigida por Anton Corbijn me ha gustado tanto. Es una cinta distinta, rompe con las reglas del biopic y en vez de darnos una moralina sobre los peligros de la fama o imitar a las E True Hollywood Story, Corbijn, nos entrega una cinta intimista y sencilla que no desea justificar ni explicar nada y solo nos permite apreciar el mundo interno del vocalista de Joy Division.
Ian Curtis (Sam Riley) vive aislado en su cuarto, es hijo de una familia de la working class inglesa que no le presta mucha atención, siente un gran amor por la poesía y la música. Luego de un concierto de Los Sex Pistols se reencuentra con algunos amigos que tienen una modesta banda de Punk y se hace su vocalista. Por ese tiempo conoce y se casa con Deborah (Samantha Morton), tienen una hija y llevan una sufrida vida en un suburbio ingles de Manchester; incluso Deborah le da dinero para pagar el demo de la banda.
Poco a poco Joy Division se va haciendo un nombre en el underground pero Curtis nunca está satisfecho, siempre tiene en sí mismo un vacío que nadie ni nada puede llenar. La epilepsia (enfermedad que sufre desde adolescente), el entender que su matrimonio con Deborah fue un error que cometió por inmadurez, el no sentirse completamente involucrado con su hija, etc. van convirtiendo a Curtis en un zombie aislado hasta de los otros miembros de la banda con quienes (esto se deja entrever en algunas escenas) solo se sentía conectado por la oportunidad de hacer música y no tanto a nivel personal, de hecho en una escena se sugiere que los otros miembros de Joy Division se burlaban de él a causa de su enfermedad que lo hacía bailotear en el escenario y le provocaba ataques en tarima. En el trayecto de una de sus giras Ian conocerá a la periodista Annik (Alexandra María Lara) con la que vivirá un affaire que le permite a Curtis evadir la frustración que siente. Pero su descenso a la oscuridad y a la tristeza absoluta se hace indetenible y cuando Curtis tiene 23 años decide acabar con su vida ahorcándose.
La cinta está filmada en blanco y negro, quizás para reforzar la oscuridad del personaje principal. La dirección es apacible, casi documental; el enorme parecido de Riley con Curtis es tal qué, combinado con el blanco y negro y los movimientos de cámara en las escenas de backstage, parece que vemos un documental. Las actuaciones, extraordinarias todas: Samantha Morton es una de las mejores actrices de la actualidad y Sam Riley se apropia de su personaje sin caricaturizarlo y sin hacer unas de esas interpretaciones de personaje real al-que-le-hacen-una-biopic-buscando-un-oscar, es una actuación desde adentro, trabajada y excelente.
Se trata de una cinta dura y difícil porque el sabor que te queda después de verla es amargo, como si te sintieras culpable al saber que muchos de los artistas que admiras (y aquí aclaro que no soy seguidor de la música de Joy Division) dejan buena parte de su alma en esas cosas que a ti tanto te gustan y que mientras que tú piensas que ellos son geniales ellos están sufriendo a causa de su talento. Hasta ahora son pocas las biopics que me habían provocado tal cosa.
10/10
John Manuel Silva.