«…hasta que nos extingamos en el origen»
-Carlos Fuentes, TERRA NOSTRA
Un hombre y una mujer están sentados en un cafetín, rodeados de nadie más que de ellos mismos, en una mesa peligrosamente pegada del ventanal que da a la calle, separando al mundo del smog y el stress del otro que consiste exclusivamente en café. Las otras mesas están vacías, soportando estoicamente a los manteles que se mecen con un viento nocturno que inexplicablemente se ha colado dentro del local. El mesón está vacío, extrañando a sus antiguos tenderos y meseros que esta noche no están lavando platos y tazas, sirviendo infusiones y peleando con la femenina —en cuanto a lo misterioso— máquina de hacer café.
Sobre la mesa en donde están el hombre y la mujer hay un cenicero y dos tazas, ambas vacías. Una de ellas todavía tiene en su fondo la espuma pálida del amargo líquido, y la otra cuenta con la propiedad taseomántica adherida a la profundidad de la taza. El cenicero está, también, vacío. Entre lo solo y lo vacío está la plenitud cálida del hombre y la mujer; éste lleva detrás de su oreja izquierda dos cigarrillos que anhelan morir juntos en aquel cenicero; ella no fuma porque, dice, no le encuentra sustancia al hábito.
Se conocieron en circunstancias semejantes que no vienen al caso, el hecho es que su existencia común no tiene otra razón distinta del gran casino fatal. Así como el momento en el que ambos se encontraban no tenía ninguna razón de ser, de la misma manera había sido el resto de sus vidas. Ya no recordaban cómo era que hacían antes para ganar dinero, ni tenían memorias de sus familias respectivas, ni siquiera se acordaban de cómo habían llegado hasta ese cafetín solitario. De hecho, no podían estar seguros si era en ese instante en que se estaban conociendo… o en este otro… o en el que le sigue a aquél.
Callaban. Casi no recordaban palabras, se les había olvidado cómo hablar. Mientras tomaban su café y su té (si es que verdaderamente los habían tomado) habían tenido una excusa para no comunicarse; pero, al acabarse sus bebidas, el silencio incómodo se coló en el cafetín, así como lo había hecho la brisa inexplicable que ahora bailaba con los manteles.
Temían mirarse a los ojos porque, posiblemente, al verse, serían capaces de recordarlo todo. Su trabajo, su familia, su idioma… y la manera en que llegaron a encontrarse. Lógicamente, al temer la memoria, debían amar al olvido, el sacarse los recuerdos de la cabeza tal como uno se arranca las canas y dejarlos flotar en la brisa enigmática. Que los recuerdos saquen a bailar a los manteles.
Tanto el hombre como la mujer mantenían una lucha contra la reminiscencia, cuya arma, tan poderosa, era el silencio. Cuando no hay nada de qué hablar, siempre queda mucho de lo que pensar y, por lo tanto, recordar. Por ahora, el olvido sostenía el campo, y continuaría en su ficción de victoria siempre que sus soldados no se miraran a los ojos.
Los héroes de la guerra no pensaban ni se comunicaban ni se miraban. Sus miradas estaban quietas sobre sus tazas vacías. Los cigarros, en cambio, veían con anhelo el cenicero virgen que brillaba sobre la mesa. El simple pensar en dejar sus despojos en aquel recipiente les hacía arder en sus nicotinescas profundidades. Ese calor de algo tan neutral en la guerra como lo es el tabaco significaría eventualmente un atisbo de victoria del recuerdo.
El silencio aumentaba mientras más rápido bailaban los manteles con las canas, al ritmo del crescendo de la brisa. El fuerte sonido tácito de la música excitaba cada vez más a los cigarrillos atrapados entre un cartílago y el cráneo del hombre, casi encendiéndolos repentinamente. El hombre no podía resistir el intenso calor de los cigarros, por lo que se llevó instintivamente la mano a su oreja y los lanzó al aire. Éstos se quedaron unos minutos flotando con el fuerte viento del cafetín, obligando a la mujer a observar el irrepetible fenómeno, moviendo los ojos a la par que los cigarros; y luego el hombre se unió al movimiento.
Como era de esperarse, el azar guió a ambas miradas al encuentro. En ese momento, los manteles decidieron descansar, las canas se perdieron en el suelo sin limpiar y los cigarrillos cayeron secamente sobre la mesa: la brisa se había detenido. El olvido interpretó la mirada como el fin fatídico de la batalla, ganando la memoria. Pero el hombre y la mujer no se rendían: sostenían la mirada con fuerza, sus ojos sudaban y las cejas ardían. Ningún recuerdo entraba en sus mentes, pero sí habían resurgido las palabras y, con ellas, los pensamientos. No obstante, la memoria perduraba en su exilio.
Sin apartar sus ojos de los de la mujer, el hombre tomó uno de los cigarros que yacían sobre la mesa. Con lentitud lo acercó a sus labios, que estaban cerrados con fuerza por la rudeza de la pelea. El cigarrillo pudo sentir la cercanía con la boca por el aliento hediondo a cafeína del hombre y se emocionó de tal manera que se encendió de inmediato. Para cuando la colilla era sostenida por los dientes, la llama había incendiado completamente la cabeza del cigarro y sus agudos chillidos de placer se escondían detrás del fuego original.
Aún sin apartar la mirada, el hombre agarró torpemente el otro cigarrillo, dañando un poco el pitillo, y lo llevó a los labios de la mujer. Ella había olvidado por completo que no fumaba, y no le importaba el sabor dulzón del filtro que ya rozaba su lengua petrificada. Este cigarro, sin embargo, al ser tan herido por la mano tosca del hombre, no se encendió con inminencia: su emoción estaba apresada en el fondo todavía caliente.
Para la mujer, los ojos de su contrincante se hacían cada vez más grandes, y era que él se estaba inclinando hacia ella sobre la mesa. Ella permanecía impasible en su silla, sosteniendo casi sin darse cuenta el cigarro en sus labios. Pudo ver cómo descendían los ojos del hombre hacia su boca, para cerciorarse de que lo que estaba haciendo lo estaba haciendo correctamente. Así, la mujer tuvo un respiro y parpadeó por un segundo anormalmente largo… casi perpetuo. Mientras tanto, la punta del cigarro en llamas estaba uniéndose a la otra cabeza, prendiendo fuego incontinenti al otro, cuyo anhelo por morir en el cenicero se vio sustituido, aunque fuera temporalmente, por la ansiedad de fornicar con el cigarrillo flameante.
—Esto, en esencia—comenzó a decir el hombre mientras volvía a levantar su mirada para chocarla nuevamente con la de la mujer, en la cual admiraba el mismo éxtasis que sentía en su boca—, es un beso.
La mujer se quedó un buen rato pensando, oscilando su mirada entre los ojos de su amante y las llamas que los entorpecían. Hasta que finalmente tuvo el coraje para responder.
—Y persistirá…
Animus a Nemo,
9 de noviembre de 2008.