«Por aquí, por allá, por todas partes. Como la lluvia»
Toda la gente había salido de sus casas a pesar del frío crepúsculo decembrino. Los hogares que habían abandonado todavía brillaban a través de los vórtices cristalinos de las ventanas, y los remolinos negros que coloreaban el cielo al brotar de las chimeneas se enredaban entre sí y con el viento como jóvenes en celo.
Era la noche de las tradiciones interrumpidas. Cuando las cuatro familias del pueblo se encerraban en sus respectivas casas a comer y a brindar por un nuevo año, ocultas del frío que despierta las flemas y corta los pies. De vez en cuando, los más viejos de cada familia se asomaban dificultosamente por las ventanas; nadie sabía para qué, pero cuando apartaban la mirada de la ventana se veía claramente un gesto de alivio que contrastaba con el de preocupación que tenían antes de mirar a la calle. Con los años eran más los viejos que se asomaban por las ventanas para vigilar al pueblo, porque en los pueblos pequeños las familias crecen hacia adentro, hasta que un día finalmente se inmolan solas y se extingue el pueblo.
Quizás esta era la fecha para el Apocalipsis suburbano, pues sólo uno de cada una de las cuatro familias se quedaba sentado en la mesa cuando todos sus parientes iban apurados a las ventanas apenas veían el más leve parpadeo de luces en la avenida. Eran los únicos y últimos cuatro niños de la villa, que no entendían el comportamiento paranoico de sus respectivas familias pero que con el uso ya se habían acostumbrado. De todos modos, era una conducta sumamente inútil a su parecer porque nunca nada había sucedido que justificara a los ancianos en su futilidad. Pero no hoy, pues hoy es la noche de las tradiciones interrumpidas, como tantas otras que nos pasan desapercibidas.
Justo antes de la medianoche, justo antes de las campanas, justo antes del tañer de las copas, justo antes de los fuegos brillantes en la metrópolis lejana, los viejos de tres de las cuatro familias se asomaron a las ventanas. Primero fueron murmullos, distintos de cualquier otro murmullo que hubieran escuchado antes los jóvenes, porque, al tornar la mirada, los viejos no tenían la cara refrescada, sino más constipada que como la tuvieran antes de asomarse por las ventanas. Fue simultánea esta situación en tres de las cuatro casas del pueblo, y fue simultáneo también el miedo que se sembró en todos los cuatro niños, cada uno en sus casas, excepto uno de ellos que estaba solo en la calle oscura y fría, bajo la lluvia.
Los más viejos se sentaron en la mesa abanicándose con las servilletas, ignorando el frío bestial que se colaba por las chimeneas desatendidas, mientras que varias de las mujeres se habían desmayado, obligando a sus maridos a recogerlas con manos trémulas y pedirles que despertaran, que no era momento de descansar, que se estaba acabando el mundo. Cada niño en cada casa no sabía lo que pasaba, era un cambio demasiado drástico de tradiciones y costumbres milenarias a una nueva y última, como el ritual mortuorio que no disfrutan los honrados por él. Se asomaron ellos mismos a las ventanas como habría hecho cualquier ser humano, curiosos que son: la calle estaba oscura, como estaría cualquier otra noche normal; una de las casas tenía todas las luces prendidas, bien; la otra también, bien; ahí estaba el niño de la tercera, parado y solo, mojado por la lluvia insensible que se endurecía al tocar el suelo congelado, creando una calle totalmente nueva sobre el pavimento; y detrás del niño inmóvil estaba la tercera casa, oculta detrás de la cortina húmeda, incapaz de brillar por sí sola porque todas sus luces estaban apagadas.
Los niños no entendían qué significaba aquello, ¿qué de peculiar tenía que una de las familias se hubiera ido a dormir temprano?, ciertamente no era el fin del mundo. Lo único intrigante era la soledad del niño de la cuarta casa. A través del vidrio no se le podían ver bien los ojos porque éstos se confundían con la indiferencia nocturna.
Al rato de los murmullos de los viejos y las lágrimas de las viejas, todos salieron de la casa. Los tres niños se quedaron catatónicos en sus comedores sin comprender la negligencia de sus familias, pero, luego de ver cómo todo el pueblo se vaciaba en la avenida, decidieron salir a preguntarle al otro niño qué estaba pasando. Se abrigaron los tres al mismo tiempo en cada casa, como si pudieran leerse el pensamiento, y salieron a despedir al Año Viejo, que se iba del planeta por debajo de la mesa, dejando la estela negra de la madrugada que engaña a las criaturas que no duermen. De hecho, nadie se había dado cuenta de que un nuevo año había llegado pues las campanas enmudecieron; como tampoco parecieron darse cuenta del niño solitario en medio de la calle, paralizado en su estupor, ciego en la oscuridad de su hogar y mudo en la terrible anécdota que nunca pudo contar.
No lloraba, por lo que los niños supusieron que no se trataba de nada demasiado grave. Mientras los ancianos simplemente se detenían en las calles, confirmando sus signos vitales con el leve frotar de sus brazos para crear calor, los niños de las tres casas corrían hacia el otro, que ahora, al verlos, se había dejado caer arrodillado en el asfalto mojado, vencido por el frío. Al llegar a su reducida figura, los jóvenes lo levantaron por los brazos y trataron de despertarlo del inexplicable letargo que sufría con cachetadas, suaves al principio, y luego con más fuerza. Finalmente lograron que abriera los ojos, derramando las gotas que se alojaron en sus párpados cual lágrimas. La primera pregunta que le hicieron fue la única que habría hecho cualquier otra persona normal: qué había pasado. Tardó en abrir la boca; primero tornó la mirada en cada uno de ellos, manteniendo sus ojos fijos en los suyos por varios segundos, evaporando instantáneamente las gotas de lluvia que se entrometían en la conversación; luego de verlos a todos por la breve infinitud de instantes, movió la cabeza hacia atrás para ver al cielo, para después empujarla un poco más hacia el pasado y mirar con miedo y dolor —por el esfuerzo— los cristales opacos de su vieja casa. Fue entonces cuando abrió la boca, aunque la cerró poco después al ahogarse con la lluvia ansiosa. La abrió de nuevo y, sin decir nada, transmitió a sus amigos lo que ellos temían como respuesta. Habrá que ser osado para preguntar qué está pasando, habrá que ser engreído. Nadie nunca sabe lo que pasa, ni siquiera después de despertar.
No preguntaron más nada al pobre muchacho. Los viejos continuaban quietos viendo a la casa apagada y sólo entonces los niños se percataron de que la familia del hogar oscuro no había salido, a excepción del pobre niño del cuello flexible que no revelaba el misterio del nuevo año. La quietud cada vez más fosilizada de los viejos asustaba de alguna manera a los cuatro niños ignorantes de su entorno; no era un miedo palpable como lo fuera el de cualquier otra amenaza cercana, era una ansiedad sin origen, había cierta nota de peligro en la lluvia que los obligó a darle sus espaldas a los viejos detenidos y salir corriendo hacia el fondo de la avenida.
Corrían como si fueran perseguidos, cuando en verdad no lo eran. Los ancianos seguían estancados en su perplejidad y no había más nadie en el pueblo aparte de ellos. Bien fuera una paranoia injustificada o con buen respaldo, los niños corrieron por sus vidas hasta el final de la calle, esperando encontrar allí alguna manera de huir de ese pueblo condenado. Sobretodo escapar de la lluvia, esa fría lluvia. Sabían que al final de la calle podrían conseguir alguna manera de llegar a la ciudad y pedir ayuda allí…y quizá, con suerte, podrían dejar atrás a la maldita lluvia.
Pero, aparentemente, ésta no se detendría. A pesar de haber existido desde la formación del planeta, sigue manteniendo la virilidad juvenil que los cuatro niños demostraban en su carrera. Era tan fuerte la desgraciada que había destruido el final de la calle, casi volteando el asfalto de abajo para arriba en un ataque de ventisca agresiva; y allí los niños tuvieron que detenerse. De hecho, el obstáculo nocturno pudo haber sido bordeado por jóvenes ágiles como ellos, pero el temor era más grande que su energía, y de alguna manera sabían que, si trataban de atravesar la calle levantada e inundada, el peligro los alcanzaría también a ellos. Así, contra toda lógica, decidieron regresar exactamente por donde habían venido.
Llegaron de nuevo a la manzana en donde estaban las cuatro casas. Para el horror de los pobres niños todas las luces estaban apagadas y no había ningún anciano allí que les explicara por qué. Todos habían desaparecido, como la familia de la cuarta casa. No había ni un solo sonido en la calle aparte del de la lluvia y el de los jadeos de los muchachos. Uno de ellos, al separar sus manos de sus rodillas, pudo ver a una gata desconocida que se paseaba de casa en casa; no pudo discernir sus colores, sólo fijó su mirada en la macabra escena del vaivén del vientre de la gata, que se mecía como si estuviese preñada, cuando en verdad, horror de los horrores, el abdomen del animal había sido cortado en toda su precaria longitud con algún filoso cuchillo esgrimido, seguramente, por aquel mal que los perseguía. La gata se esfumó detrás de una de las casas con sus tripas colgándole por fuera, maullando quedamente mientras los niños levantaban sus miradas a los techos de sus antiguos hogares.
Las altas siluetas de sus casas se hacían cada vez más pequeñas en la oscuridad, y al tiempo que se encogían éstas, el estruendo de objetos rompiéndose contra el suelo inundaba la calle, como la lluvia. Los niños boquiabiertos se fueron acercando poco a poco hasta encontrarse hombro con hombro, cada uno viendo su respectivo hogar desmoronarse en la madrugada. Escuchaban con gotas lacrimosas de la lluvia en sus mejillas a las ventanas romperse y a las luces explotar, y no encontraron mayor refugio de aquella amenaza que en un abrazo que matase al frío que destruía a su tan amado pueblo. No lloraron porque sus voces habían sido consumidas por la carrera que precedió a ese momento fatal, pero sí gimieron desconsoladamente cuando una de las ventanas se desprendió de la pared, cayendo directamente en los restos de otra ventana.
La caída de las casas daba paso a la luz del sol de un nuevo año, que alumbraba a los árboles del pueblo, poblados ellos de aves doradas. Estos pájaros eran criaturas fascinantes: apenas sentían el más mínimo rayo de luz solar se despertaban de inmediato y salían volando sin perder tiempo a lugares nuevos y nunca antes visitados por ellos. Eran la señal perfecta de la llegada del amanecer. Hoy salieron volando, como cualquier otro día, excepto que hoy sólo las aves se veían en el firmamento de lo que antes fuera el pueblo de las cuatro casas. No había pasado nada.
Animus a Nemo,
Diciembre de 2008.