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Microbús

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Microbús

William Guaregua

 

Cuando sonaron los cañonazos el microbús ya había entrado a la Casanova con rumbo hacia Petare. El tráfico de las seis de la tarde es un terrible río que fluye a cuentagotas entre los viejos edificios. Fue fácil para el matón entrar al vehículo varado en la cola. Lo habían visto, al Mikel, en la parada de Plaza Venezuela. No lo tumbaron allí mismo porque, si los veía, había cancha abierta para que corriera hacia Sabana Grande y tal vez se escaparía escurriéndose como una sabandija dentro del mar de gente. En cambio dentro del micro, ¡no hay salida papá! Es como disparar a los peces dentro del barril. Desde la bomba esperaron a que se montara haciendo el paro de que revisaban la máquina de 250 cc. Sabían que a esa hora salía del trabajo y como no era viernes era directo a casita, donde Xiomara, tal vez, ya estaba montando la papa de la noche, escuchando reguetones de los CD quemaitos que el Mikel le compraba cuando sobraba algo de plata para que se moviera como sólo ella sabía hacerlo, dándole duro al perreo en los bailes y en la cama, con aquel inmenso trasero capaz de demoler el rancho si equivocaba el golpe. En menos de quince minutos pudieron embutirse treinta nada más y el colector guindado de la puerta, coreando el vallenato del Binomio. La voz de Rafael Orozco cantando desde otro mundo a pesar del plomo, pesado mineral que ni el tiempo oxida y no perdona ni a los huesos. Así arrancó  por esa avenida que parece un carnaval de música de distintos tipos mezclada con las cornetas de los autos, el ulular de las sirenas y el acelerar de las motos, una de ellas la que viene a corta distancia. Pasaron entre los improvisados tarantines de buhoneros, modernos turcos que venden ropa importada al mejor precio y hasta productos del Mercal a trueque de billete limpio en el mercado  libre punto com. Las luces del semáforo y el pito del fiscal dicen adelante pero no muy lejos el tráfico se tranca. Los de la moto esperan a que se pare cerca de una intersección por donde sea fácil salir soplado y allí se detuvo, en el punto medio de las dos esquinas, centro de gravedad del golpe y del asalto. Saltó el parrillero desde la moto, jeanes desteñidos, franelilla blanca, unos lentes como parabrisas de volkswagen y gorra negra de baseball que mira para atrás. Una Glock en la mano algo maltratada de tanto golpe, hala al colector que cae al asfalto y se queda como anestesiado cuando ve el cañón. Comienzan los gritos, la confusión, el chofer cree que van a asaltarlo por segunda vez en el mes y se arrincona entre el volante y la ventanilla, pero el tipo aparta a la gente con la mano libre hasta poner en la mira al Mikel, a quien no  le dio tiempo de decir ni media palabra cuando sonó el fogonazo, salió la corta llamarada de la pólvora compacta y martillada por la boca del dragón de acero y plástico y la cónica moldura de plomo como alma que lleva el diablo abriéndose paso entre las volutas de humo y el aire, silbando una música de afilador de guadaña, rozó la oreja izquierda de la señora vestida de nazareno que sintió el calor del metal acelerado por una trayectoria precisa, rectilínea, directa al pecho de la listada camisa  de Mikel, azul y blanca, donde encontró un punto para filtrarse  y quemar los entretejidos hilos de la tela y abrir un agujero negro que continúa mas adentro de la piel morena, dermis, epidermis, glándulas sebáceas y sudoríparas que ya no sudarían mas, desgarrando a su paso el entramado de las fibras de los músculos, podando los ramajes de los nervios y de los vasos sanguíneos, astillando la cuarta costilla del lado izquierdo como un hacha de carnicero, tocando el corazón exactamente cuando bombeaba al máximo la sangre en aquel cuerpo para que inútilmente siguiese la vida, haciendo estallar a su paso ventrículo izquierdo y derecho y dejando la aorta desprendida, como descontrolada manguera de bomberos, asperjando su flujo por toda la cavidad del pecho, mientras el Mikel, o lo que ya quedaba de él, volteaba hacia el techo del microbús unos ojos que sólo tenían el blanco y ya no veían a los otros pasajeros que se agachaban en sus asientos o se tiraban por las ventanillas. Una gordita quedó atorada, la mitad del cuerpo, de la barriga hacia arriba, en el aire contaminado de la calle, la otra mitad pataleaba en el asiento, mientras el hermanito la halaba por los brazos y la madre la empujaba por las nalgas y ella lanzaba unos gritos de película de terror, pero allí no había cámara, ni extras, ni director, pero si mucha acción. Un niño miraba desde su asiento con los ojos bien abiertos como de figurita de comic, mientras la madre trataba de taparle la cabeza con su propio cuerpo. Pero como las balas no tienen nombre ni destino final y esta no era precisamente la bala saltarina que jugó pinball dentro del cuerpo de J.F. Kennedy, siguió por el pulmón que se desinfló como muñeco de plástico, salió por la espalda, atravesó el semicuero del asiento, quemó la gomaespuma del relleno, traspasó la lámina metálica del espaldar y aún con fuerzas suficientes golpeó por un costado a un anciano que se había colocado en posición fetal, que no tenía ninguna vela en aquel entierro y no contaría para las maquilladas estadísticas porque era parte de un mismo expediente. Un segundo fogonazo para rematar al Mikel, le abrió la cabeza como una granada madura y se vieron las semillas, rojas, blancas y la pulpa transparente, mientras el vallenato continuaba esparciendo por el aire su apresurada melodía. El tipo caminó hacia el chofer, quien ya tenía los billetes del día en la mano. Se los arrebató sin prisa y lo miró por encima de los lentes oscuros y dibujó entre sus labios una ladeada sonrisa. Saltó del autobús para caer en el asiento trasero de la moto que aceleraba como colérico dinosaurio, con la velocidad ya puesta y lista para soltar el croche. Salieron a toda máquina mientras el parrillero echaba dos tiros al aire y apuntaba hacia el microbús hasta perderse en la esquina siguiente y el ruido del escape se diluyó en el rumor de una ciudad en movimiento perpetuo. Una alfombra de roja sangre se expandió por el piso del vehículo y comenzó a gotear sobre el asfalto caliente para mezclarse con el aceite quemado del viejo motor y el agua oxidada del radiador. El chofer, aún temblando, expulsó del reproductor el CD por respeto a los difuntos y en la emisora comunitaria FM apareció la voz del ministro en cadena nacional diciendo:

 

       Les tengo una buena noticia, aquí ya no se habla de crímenes, miren estos números que hoy les traigo. Acá se acabó la delincuencia, lo que queda son algunos muchachos desorientados y no me hablen de los ajustes de cuentas entre bandas, que eso no cuenta………………………

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