Mercurio, I

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Los funerales son sólo tristes para los parientes de los muertos, y para quienes los hubieran conocido en vida, pero para todos los demás —los enterradores, los fabricantes de urnas, las muchachas que sirven el café a los que se dignaron a atender… incluso los empleados del jefe cuya madre acaba de morir y asistieron al servicio únicamente por mantener a flote sus salarios— no sienten nada distinto de la indiferencia. Sí están conscientes de que alguien acaba de morir, pero de la misma manera que los otros seis mil millones de seres humanos que poseen razonamiento; no como ese reducido grupo de personas que, verdaderamente, sienten la pérdida de una anciana.

Entre ellos está el jefe de Julieta, único hijo de la difunta, quien le había señalado muy sutilmente a su secretaria que su presencia en el funeral de la vieja no era una mera cuestión de cordialidad, situación que se vio aumentada también por las recientes diferencias entre Julieta y su jefe: éste la acusaba de no hacer su trabajo eficientemente, aquélla no estaba de acuerdo con esa absurda afirmación. Por el bien de su empleo, Julieta decidió asistir a la funeraria, a pesar de no haber conocido jamás a la muerta… ella pensaba, más bien, que su jefe ya había sufrido la muerte de una madre.

Naturalmente, Julieta no conocía a nadie en aquel lúgubre lugar, así que buscó a su jefe, quien debía de estar junto al ataúd esperando el «pésame» de los presentes. Julieta lo saludó con su misma refrescante sonrisa con la que siempre soportaba sus órdenes en la oficina, pero con un toque falso de tristeza en su voz, sabiendo perfectamente en el fondo (como estaba segura que se sentían muchas de las personas que habían ido a dar sus respetos a una desconocida inerte) que a nadie le pesa la muerte de una vieja que nunca conoció. Julieta jamás había visto a su jefe llorar, así que estar frente a él, viéndolo tratar de sostener sus lágrimas en vano en su presencia, le alegró la noche.

Al terminar de mentirle mórbidamente al jefe, algunos parientes que la seguían en la fila del pesar la terminaron empujando como en una corriente hasta llevarla junto a la urna abierta. No teniendo nada más entretenido que hacer hasta que terminara el velorio, Julieta decidió seguir el ejemplo de los plañideros y se asomó para, al menos, ver la cara de la anciana que le salvaría el empleo. Le dio asco, no porque se tratara de un cadáver arrugado y exageradamente maquillado, sino por la cantidad de joyas con las que iba a ser enterrada la condenada. Sí se decían en los chismes del funeral que, como su hijo era ciertamente uno de esos que llaman nuevos-ricos, la vieja se ordenó enterrar con todas las joyas que había comprado con ese dinero, que de por sí ya era bastante. Sin embargo, no contento con eso, el hijo eligió el ataúd de la mejor madera y con el relleno más cómodo (y caro, como si al cadáver le importara), y lo mandó a decorar con acabados de oro y plata, a manos de un renombrado escultor. Aquello parecía la proa de un galeón con todos esos relieves y pequeñas esculturas de sirenas y olas (la vieja gustaba del mar, aparentemente).

Fue en esos pensamientos de asco y de envidia que las puertas de la funeraria se abrieron de golpe, dejando pasar a seis encapuchados, todos propiamente armados y cubiertos. Todo ocurrió muy rápidamente: uno de ellos (que habló con voz de mujer) disparó al candelabro de la sala, obligando a todos los presentes a agacharse y, de hecho, ordenándoles que hicieran tal; así hicieron Julieta y su jefe, quien ahora sí que no podía dejar de llorar. De inmediato uno de los encapuchados sacó una bolsa y pidió violentamente que metieran todas las joyas, carteras, relojes y afines para que ninguno saliera lastimado y pudieran irse sin problemas. Mientras tanto, los otros cuatro hombres vigilaban la puerta y apuntaban sus pistolas aleatoriamente a las víctimas del robo, a la par que la mujer se mantenía en el centro del salón tratando de calmarlos y con los ojos fijos en la urna.

Una vez que todas las carteras y joyas habían sido recogidas, el hombre de la bolsa miró a la mujer, quien le hizo una seña con la mirada hacia el ataúd. Inmediatamente, los otros cuatro encapuchados se acercaron a la urna y la tomaron, llevándosela por la puerta, mientras la mujer le daba un fuerte golpe al jefe de Julieta dejándolo inconsciente en el suelo (ya sin llorar, menos mal) y mirando fijamente a la secretaria, asustada y acurrucada junto al pedestal en donde antes yaciera la vieja de los diamantes. El hombre de la bolsa entendió el significado de esa fijación y se acercó a Julieta, levantándola y poniéndole un cuchillo en el cuello. La mujer anunció que se llevarían el ataúd con la muerta y, como garantía de que no serían seguidos, se llevarían también a la mujer, quien no sufriría mientras nadie hiciera una estupidez o se las diera del macho. Salieron de la sala a la avenida, en donde Julieta pudo ver a una camioneta negra alejándose (los cuatro asaltantes que cargaron el ataúd). El hombre de la bolsa abrió la puerta del furgón (en donde ya estaba el sarcófago de la vieja, qué gente tan diligente, estos ladrones) y metió violentamente a su víctima, tras lo cual él mismo trató de sentarse junto a ella. La mujer, que evidentemente era la líder de la banda, agarró la bolsa y le apuntó con su gigantesca pistola al otro delincuente. Julieta recuerda la voz de la mujer preguntándole al hombre que la había tomado que qué creía que estaba haciendo, y recuerda también el contraste de la última sílaba de la pregunta con el sonido del disparo, que además había pintado en la ventana de la furgoneta una roja obra de cráneos y materia gris.

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