—¿Y Reinaldo?—le preguntó uno de los ladrones a la mujer una vez que hubieron llegado a un lugar seguro, como, evidentemente, habían planeado.
—Le disparé—dijo sin retoques la mujer, dejando sorprendidos y callados a sus compañeros—; ¿qué fue?, su único papel era secuestrar a alguien, y eso no valía su parte del robo. Además, con él fuera de la cuenta, nosotros nos quedamos con más dinero—continuó explicando la hembra, pareciendo satisfacer a algunos de sus cómplices.
Julieta ya había despertado del desmayo que sufrió cuando vio morir al tal Reinaldo, descerebrado sobre el furgón, pero los ladrones no se habían dado cuenta de la vigilia de su rehén, ellos seguían hablando tranquilamente. La secretaria trataba de no moverse demasiado para no alertar a sus captores, quienes le daban la espalda, pero quiso registrar con sus sentidos todo lo que pudiera sobre aquel lugar para, por lo menos, saber en dónde estaba y, eventualmente, tratar de escapar de allí. Era bastante obvio que estaban en un viejo galpón (los ladrones, a pesar de la lógica común surgida por las películas de acción, no tienen creatividad para elegir escondites); un poco de luz solar se filtraba por los tragaluces y algunas láminas de cinc translúcidas, lo que llevó a Julieta a deducir que estaba amaneciendo, pues recuerda perfectamente que el asalto ocurrió al anochecer. Fue una extraña sorpresa para ella darse cuenta de que había llegado a ver el día siguiente, situación que juraba perdida cuando se desmayó en el vehículo fúnebre. También notó, únicamente por el contraste con el resto del galpón, un termómetro de considerable tamaño, hecho de una madera evidentemente pesada y cara, con líneas y números que, a pesar de estar colgado tan lejos de ella, Julieta podía leer no con demasiada dificultad; pero lo que más le llamaba la atención de aquel instrumento era la estancia cristalina del mercurio, con esa forma redonda que hacía parecer a todo el termómetro como un gigantesco vello erizado. Un poco más lejos estaban los, ahora, cinco ladrones, parados alrededor de una mesa en donde se podían ver los dorados y costosos acabados de la urna de la anciana; los criminales se habían quitado ya las capuchas y mostraban sus caras tranquilamente, contando con que su reciente víctima continuara inconsciente.
—¿Y nosotros qué, Luisa?—dijo el mismo delincuente que había hecho la pregunta anterior, que no se había conformado con la respuesta dada por esta tal Luisa—, ¿nosotros no hicimos menos que él?
—¿Menos, Alfredo?—la mujer parecía asombrada—: Rafael nos dio la camioneta, Ramón nos encontró el galpón, e incluso tú buscaste las armas. Si no quieres terminar como Reinaldo, más vale que te calles y te conformes con el dinero que vas a ganar.
Alfredo calló, pero evidentemente aún no estaba conforme. Mientras tanto, uno de los ladrones se acercó a donde estaba Julieta y les avisó a los demás que ya no estaban solos. Casi como un reflejo, todos (menos el que estaba junto a la rehén) se pusieron sus capuchas de inmediato, y la mujer, Luisa, corrió hacia ella y se arrodilló a su altura para quitarle la mordaza.
—¿Cómo me llamo?—preguntó desesperada apuntándole a la cabeza sin recibir respuesta. Julieta, entre el griterío y ansiedad de los demás, casi se pudo escuchar diciendo «no sé»—¡¿Cómo carajo me llamo?!—volvió a preguntar la mujer, esta vez con el dedo en el gatillo.
—¡Luisa!—gritó Julieta entre lágrimas.
—¡Mierda!—gritó Luisa con fuerza, levantándose y quitándose la capucha—, ¡ya sabe nuestros nombres y seguro que también conoce nuestras caras!
—¿Y qué va a hacer, ah? ¿Salir corriendo y delatarnos?—dijo uno de los hombres, el más flaco de todos, el que se había acercado a ver a Julieta y desencadenó todo el lío.
—¡Claro! Ahora no podemos cobrar el rescate porque puede dar los nombres y nos puede describir a la policía, es demasiado arriesgado—dijo Luisa, y luego volteó hacia su prisionera—. Hay que matarla ahora.
Julieta se revolvió entre sus amarras, cerrando los ojos y moviendo la cabeza de un lado al otro velozmente, como si tratara de esquivar una bala. En ese estado ya no pudo observar más lo que ocurría, sino apenas escucharlo. Oyó la misma voz del hombre que trataba de defenderla, el único del cual no había escuchado el nombre, alegando que el tiempo que los había visto no era suficiente para hacer una descripción detallada, y que Luisas, Rafaeles, Ramones, Reinaldos y Alfredos habían en todo el mundo. Pero tanto Julieta como Luisa bien sabían que el sentido de la vista de una mujer en peligro es providencial.
—Cállate, Alberto—dijo una nueva voz, desconocida para Julieta, grave y calmante, así que volvió a abrir los ojos cuidadosamente, ya sin moverse, para ver de quién se trataba. Se encontró con el ladrón más joven del grupo (al que Luisa había señalado como Rafael) apuntándole a la cabeza a este Alberto protector—. Bien sabemos que fuiste tú quien menos hizo en todo el atraco, incluso menos que Reinaldo.
Le disparó sin esperar respuesta alguna, dejándolo caer descabezado en el suelo mojado del galpón, ante la sorpresa de todos. Alfredo se agachó para afirmar su muerte (como si existiera una mínima esperanza de que hubiera sobrevivido). Julieta, que ya se había cansado de gritar, fue cubierta por una bolsa negra que cargaba el otro criminal, Ramón, en donde terminó por desmayarse nuevamente, en parte por la falta de aire, y en parte por la escena que acababa de presenciar.