Los ladridos iracundos de Ramón despertaron a Julieta en la mañana, rabiosa ella también por haber tenido un sueño interrumpido, por haber tenido que regresar a la fuerza de su mundo de olvido: su bar onírico. Lo primero que notó al abrir los ojos es que ella y Ramón estaban solos en el cuarto, y probablemente en todo el galpón, porque a Luisa ni se le veía ni se le escuchaba.
La cólera de Ramón manaba de sus ojos y de sus labios como lo hacía la sangre desde los miembros amputados de Alfredo, finalmente cansado de vivir la tortura de la noche anterior. Es curioso cómo en situaciones de esta furia extrema el espectador puede ser transportado a las memorias más patéticas de su infancia, domando al más bravo rencor y sometiendo la voluntad como estuviera la de un niño a la de un padre irascible. Julieta vio desvanecer a su propio resentimiento ante aquel rosario de insultos desesperados que la habían despertado, confundiendo su propósito y proyectándoselo a sí misma. Fue culpa lo que invadió a la mujer entonces: se sintió como la única responsable de la ira de Ramón, de modo que quiso disculparse.
Así, contra toda lógica, Julieta trató en vano de zafarse de las cuerdas que la amarraban al catre en donde había dormido, no para huir, sino para pedirle perdón a su captor, para llorar a sus pies y rogar por la absolución o el castigo pertinente. Ramón se sorprendió ante los gritos que pedían disculpas y los intentos desesperados por liberarse de Julieta y se quedó callado, tratando de entender el absurdo sentimiento de culpa de su rehén. Al notar el silencio, ella se sintió profundamente apenada, uniéndose también a la afonía del galpón; se irguió en la decadente camilla, esperando estar comportándose al agrado de Ramón, y abrió la boca para hablar.
—Fue Luisa—dijo… muy redundantemente. Ya Ramón sabía quién lo había hecho, sólo Luisa sería capaz de esa bestialidad y Julieta estuvo amarrada toda la noche presenciando el tormento de Alfredo. El problema era que la asesina ya no estaba en el galpón, y tampoco estaban las joyas de la muerta.
Julieta le relató lo que pudo sobre la noche anterior, pero Ramón concluyó que esa historia no serviría de nada para encontrar a Luisa. Su mismo captor la desató para que le ayudara a buscarla, pero ella no trató de escapar teniendo una oportunidad envidiable de libertad, sino que obedeció a Ramón y comenzó a llamar a Luisa sin conseguir respuesta. A pesar de estar totalmente desatada, el secuestrador le prohibió a Julieta salir del galpón, le dijo que se quedara adentro buscando a Luisa en donde se le ocurriera mientras él mismo revisaba el exterior.
Salió dejando filtrar una cantidad de luz que no había sentido Julieta desde hacía cinco días, de suerte que se le antojó haberla sentido como si fuera la primera vez, naciendo, dándose a la luz. Tuvo que cerrar los ojos cuando la intensidad del haz era demasiado fuerte para su mirada de recién nacida, mas, en esa relativa oscuridad que nos envuelve cuando los párpados nos esconden del sol que tenemos en frente, Julieta pudo ver. El cadáver de la vieja mirándola con fijeza desde la urna; la imagen permanente del torso cercenado de Alfredo, aún sangrante; pero, más que nada, el brillante termómetro clavado cual fotografía en su ceguera, girando sobre el eje esférico del mercurio, casi hablándole, casi tentándole.
La oscuridad ulterior al cierre de la puerta sometió al exilio a sus imágenes lóbregas, obligándola a abrir los ojos y regresar a la realidad. Vio el cuerpo de Alfredo sentado en una silla dentro del cuarto, vio el termómetro colgando inútilmente en la pared y vio también, cosa curiosa, el sarcófago vacío de la vieja que, con tantos adornos y calidad artística, valdría más que las joyas de la muerta. Al entender esto, Julieta llamó a Ramón y le señaló el ataúd intacto, y él dio como comprendida la situación con una sonrisa y el levantamiento del teléfono.
Llamó al jefe de Julieta y le preguntó simplemente si estaba listo, a lo que él respondió que sí, y que ya estaba en camino.
Luisa regresó al galpón al anochecer con un maletín en la mano izquierda y una pistola en la derecha, ya levantada y apuntando a Julieta apenas la llegó a ver. Ramón apareció de inmediato y sacó también su revólver, pidiéndole la maleta de dinero y una explicación por la amenaza mortal a la víctima del secuestro. La mujer narró con rabia el intercambio de las joyas y del cadáver que había hecho con el jefe; «para aguarle la boca» había sido la justificación que dio al hecho de recibir el rescate parcial del botín. Ramón le reprochó sosteniendo que pudo haber sido capturada por la policía, que pudo haber sido una trampa, pero Luisa hacía caso omiso del regaño, apuntando cada vez más cerca a la cabeza de Julieta.
—Dijo que me quedara con el ataúd, que no valía nada, y que nada valía tampoco su secretaria—comenzó a hablar Luisa, ya habiendo dejado caer el maletín y sosteniendo el arma con las dos manos tan cerca de la frente de su víctima que ya le quemaba el cañón—… que hiciera lo que quisiera con ella.
Julieta ensordeció sin darse cuenta, tan sólo viendo dibujarse el punto, negro al principio pero rojo después, en la frente de Luisa, a la vez que el humo que brotaba del ahora agujero achicharrado sustituía la imagen de la pistola ante sus ojos, la cual caía. El sonido que le devolvió su facultad de escuchar fue, de hecho, el del arma golpeando el suelo. Luisa, en efecto, tenía que morir eventualmente.