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Gran Torino: la redención final de Harry el Sucio

El nombre de la película alude al modelo “Gran Torino” de la Ford, propiedad del protagonista de la historia: un veterano de la guerra de Corea encarnado por un escéptico y xenofóbico Clint Eastwood, con muy malas pulgas.

En pocas palabras, una variación añeja de su papel para la mítica “Harry El Sucio”, a la usanza de otra pieza clave del famoso jinete solitario, “El Cadillac Rosa”, aunque filtrándola por el barniz de la pintura noir, siempre con él delante y detrás del volante de la puesta en escena, cuyo diseño retro busca evocar el aire setentoso y ochentoso de los encargos seriados de la primera etapa del intérprete, cuando se debatía entre la reacción justiciera del ojo por ojo represivo y la mirada melancólica del western crepúscular.

Pero como los años no pasan en vano, el último film del longevo antihéroe pretende saldar deudas y cerrar heridas abiertas en el pasado por los procedimientos fascistoides de sus arquetipos de la incorrección política y el gatillo alegre contra cualquier alteridad.

De hecho,el proyecto describe la evolución dramática de un personaje racista y huraño movido,por las circunstancias,a aprender a tolerar a las minorías de su contexto, al establecer una relación de amistad paternalista con un joven de origen asiático, acosado por las pandillas de la zona. A la larga, ambos descubrirán una dura lección de convivencia destinada a reforzar lazos culturales de respeto y paz, al mejor estilo del díptico “Banderas de Nuestros Padres” y “Cartas de Iwo Jima”. El testamento humanista de un venerable hombre arrepentido de su procedencia conservadora. 

Obviamente, no le gustó a la crítica seudointelectual de nuestro país, incapaz de sensibilizarse por nada fuera del círculo vicioso de la falsa trascendencia y el engaño de la cursilería disfrazada de profundidad. Es la crítica de caricatura amante de las bazofias de autoayuda de Memo Arriaga, pero enemiga de los géneros convencionales, salvo cuando son «revisitados» por «maestros» como Michael Haneke en «Funny Games». Ahí el terror sí funciona, sí es importante y sí es para tomárselo en serio. Por lo demás, «Funny Games» es increíble, así como es brillante «The Strangers». Por desgracia, la segunda será ignorada y subestimada por la prensa nacional, porque por detrás no figura un nombre como el de Michael Haneke. Así de prescindible y predecible es la crítica venezolana. Una crítica llena de complejos e inseguridades. Una crítica reprimida, carente de ingenio y de vuelo propio, autoindulgente por demás. Una crítica maniquea y dicotómica, todavía polarizada entre el prejuicio hacia el mal llamado cine comercial y el apoyo irrestricto a cualquier asomo de pretensión autoral. Una crítica falsa siempre en resguardo del mito del cine nacional. Una crítica solitaria y cada vez más aislada del mundo. Mientras a Gran Torino le dedican un análisis serio en Cahiers Du Cinema, aquí nos damos el lujo de despacharlo y menospreciarlo con cinco oraciones prefabricadas. Por eso, nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto. 

En defensa de la pieza, rescatamos su minimalismo asiático a la hora de plantear su puesta en escena, a la forma de Ozu y Kitano; reivindicamos su despiadado sentido del humor negro, marca de la casa nihilista del viejo sabio; y finalmente celebramos su reposado sentido del ritmo. Toda una joya a la altura de Renoir y del insólito Stallone de «Rocky Balboa», otra brillante alegoría sobre el choque de lo viejo y lo nuevo, igualmente infravalorada por la crítica majadera , pedante y frívola.    

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