Miralba y los perros

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Siempre era de noche cuando salía al colegio, tanto que nunca me sentía como si fuera la madrugada, como si el alba estuviera cerca, sino más bien parecía que estuvieran en distintos países, mi casa y el colegio, la luna y el sol.

Apenas me vestía y me preparaba, y salía a la calle para esperar que mi tía me pasara buscando, el primer olor que sentía era el de la humedad acumulada de la noche. No era ningún fresco aroma del rocío: para eso se necesita luz. No había tampoco ni el menor rasguño del calor que tanto se critica al mediodía, sino un frío que congela las visiones, los sabores, las sensaciones, los sonidos y hasta los olores. La repugnante humedad nocturna que todavía no ha metamorfoseado en rocío persiste en su pena natural de asquear a los hombres, de mezclarse con las hojas muertas –y, preferentemente, secas–, de acaparar las cunetas y desbordar las cloacas. Sufre la humanidad por el olor a mojado, despierta ascos y envidias pero nunca felicidad. Pues en este detritus matutino, la verde y húmeda venganza de la luna, me sentaba yo todas las «mañanas» a esperar que llegase mi tía, Miralba. Yo me despertaba solo para no molestar a mis padres, quienes dormían hasta unas horas más tarde. La cuñada de Miralba (esa era mi madre) había acordado con ella, quien sí salía más temprano, que me buscase todas las mañanas y me llevase al colegio para esquivar las colas que se formaban apenas unos minutos después.

Lo que me llamaba la atención de mi tía es que ella me abría la puerta de su carro siempre con aquel entusiasmo… como si la madrugada no le hiciera ningún efecto, como si anduviera despierta desde hacía horas y el sol hubiera dejado aún su estela en sus pupilas. Esa felicidad injustificada en Miralba me llevaba a odiarla (el olor a mojado despierta envidias, ya lo dije), además de que, a fuerza de la costumbre, asociaba con ella los días escolares, que parecían interminables para un niño como lo era yo en ese entonces. Yo me montaba con aquella cara tan de dormido y tan de encabronado, y la alegría de Miralba permanecía incólume ante mi negatividad matinal. Ese choque de perspectivas sobre la vida y, más precisamente, sobre la madrugada era ya una rutina para el tiempo de los perros, por lo que sólo lo menciono para tratar de explicar mi resentimiento hacia esa tía mía, tan feliz por el olor a cloaca rebosada del infame rocío.

Me gustaba pensar que el asqueroso olor a moho que sólo aparece en la agonía de la noche era, realmente, el olor del mar. Que el viento ártico que me atacaba era una brisa cálida y cargada de salitre, cuyos sonidos no provenían de los árboles temblorosos sino de las olas alteradas por el astro argentino. Que Miralba no estaba allí y que su carro era un barco de esos de madera que ya no existen. Pero era siempre una fantasía fútil porque se acababa cada vez que veía la grotesca sonrisa absurda de mi tía. Y es hoy que me doy cuenta de que mi metáfora oceánica no era sino el disfraz de la lejanía que me rodeaba la infancia: yo vivía lejos de mi vida.

La cara de Miralba convertía al salitre en humedad y las olas en puñales. Mi tortura ya era bastante inhumana aun antes del tiempo de los perros.

No obstante, siempre trataba de reiniciar mi imagen mental del mar. Mientras seguía siendo oscuro veía yo entre las nubes una pista de un sol opaco y que brillaba a pesar de ello. Éste dejaba escapar rayos negros de luz que calentaban el mar y las tablas del navío. Pero entonces hablaba Miralba.

—¿Tienes sueño, X…?

Su voz sonaba como clarinetes rotos en mi imaginación, como trompetas que anuncian malas noticias. Desaparecieron el mar embravecido por la noche y el sol negro que se escondía en el cielo para ser sustituidos por la densa jungla que me separaba de la ciudad y un prehistórico puente de hierro –o acero, no estoy seguro– de cuya cúspide colgaba un cartel ahogado en óxido en el cual se habría podido leer en un siglo lejano

«PUENTE VIEJO GARCÍA»

Usualmente no me fijaba en los detalles de esa estructura metálica pero hoy no puedo olvidarla y se me ha quedado grabado ese nombre porque fue esa noche en ese puente en donde Miralba –creo yo, aún no estoy seguro de qué fue lo que pasó– atropelló al primero de los perros.

Claramente escuché, oí los chillidos del animal; el golpe del carro fue notable y preocupante: era obvio que nos habíamos llevado algo por el medio, y el ladrido final de la criatura me confirmó su especie. Al menos a mí: Miralba ni se inmutó.

—¿Te pasa algo, X…?—me preguntó al ver mi alarma.

—¿No sentiste algo, tía?

—Nada, m’hijo, acuéstate y duérmete.

Y su sonrisa no cambiaba. Comencé a creer que todo me lo había imaginado como parte de mi fantasía naval, así que seguí el consejo de Miralba y traté de dormirme. Pasó mucho tiempo, mucho tiempo, para que retornara el golpe, y el amanecer todavía nada que se dignaba en aparecer.

Me desperté y me sobresalté al sentir el golpe que le sucedió al primero. Me asomé a la ventana y vi a un perro muerto aferrado por las costillas a la rueda trasera y llegué a ver a la delantera aplastando a otro can y vaciando sus tripas azules y rojas sobre el asfalto. Me puse lívido pues no es normal para un niño ver a, no ya un perro muerto, sino dos, más el que estaba seguro ahora que habíamos atropellado mientras cruzábamos el

«PUENTE VIEJO GARCÍA»

(Pero Miralba permanecía sonriendo)

Lo que antes me imaginé que era un barco se había convertido en una locomotora que avanzaba cada vez más rápidamente, llevándose cualquier cosa infortunada que estuviera en su vía. El sonido del cuerpo inerte del perro dando vueltas en la rueda y chocando rítmicamente contra la carretera creaba el ambiente propicio para un tren a vapor en movimiento:

Sh Sh

Sh Sh

Sh Sh

Sh Sh

Sh Sh Sh

Ya para el cuarto y quinto perros que mataba mi tía como sin darse cuenta el remordimiento me atacó a mí, como si yo fuera el culpable cuando en verdad parecía ser el único testigo. Tanta era la carga injustificada de conciencia que, cuando matamos al perro número seis y luego al siete, me empezaron a doler los pies de tanto presionar un pedal de freno invisible para salvar a las despistadas criaturas. La sangre y energía que enviaba mi cuerpo a mis piernas torturadas por la presión me comenzaba a afectar la cabeza hasta que me sentía mareado. Ya para cuando habíamos pisado al octavo can había dejado de intentar inútilmente de detener los pies de Miralba (quien, por cierto, continuaba sin darse cuenta a pesar de que el carro ya iba hasta más lento por la cantidad de vísceras que estorbaban su marcha).

Sí noté que el sol había comenzado a salir (al parecer ya habíamos cruzado varios husos horarios), pero las náuseas que sentía no me dejaban verlo claramente. Parecía, más bien, una estrella que estuviera haciéndose más pequeña y yo, junto a él, a su ritmo, me hundía más en mi asiento y en mi mareo. Casi no sentí cuando pisamos al noveno can, y luego al décimo. Yo continuaba ahogándome en esa oscuridad mañanera, en ese bajo profundo del carro de Miralba. Por alguna razón me sobresaltó el undécimo y último perro, que me infundió una angustia incomparable; no estaba seguro si era por la sensación de hundimiento que tenía o por la realización repentina de que parecía que me estuviera quedando ciego.

La inesperada libertad que me sacó de mi letargo fue la puerta del carro abriéndose, dejando entrar mucha luz. Era como si mi cuerpo fuera uno de esos sarcófagos de los faraones egipcios, así, tal cual, y que, al abrirse, la momia que se encontrara allá adentro sería el mismo, exacto e idéntico yo, sólo que más pequeño y más vivo, no embalsamado. Más inerte sería la urna ceremonial, que antes fuera mi propio cuerpo… como una crisálida en forma de mariposa con una mariposa reposando adentro… no sé si me explico… Bueno, eso era, y lo sigue siendo ahora, la sensación de ser libre para mí: haber sido escondido en un sarcófago, como el sol negro entre las nubes madrugadoras. Miralba me besó el cachete con su cara de alegría antes de que me bajara a trancos de su carro, como si aquel fuera otro día ordinario. La puerta abierta me dejaba salir a la entrada del colegio, en la que me paré y sostuve con impasibilidad, hasta que detallé todo el vehículo de mi tía: tapizado en sangre y partes de perros muertos, que hasta parecían ladrar todavía de dolor. Pero, al notar que los compañeros y maestros que me recibían no reaccionaban ante tan grotesca visión –como lo había hecho mi tía Miralba–, me di por entendido que aquello era algo perfectamente normal. Di media vuelta y reflexioné sobre la lejanía de mi hogar, viendo ya al sol en su cenit y las actividades en curso propias de una mañana al borde de convertirse en tarde.

Animus a Nemo,

Abril de 2009.

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